Las aguas de mayo hacen estragos en la cotidianidad del batey. La compactaciòn del terreno permite la inundación. Los drenajes en los campos de caña están rebosantes, sucios, dando lugar a la putrefacción de las raíces y a la muerte de los animales. Las boyadas se atascan camino a los vagones que conducen al pesaje. El agua cae en suelo como café con leche, hace ``bobitos`` con la espesa lluvia, mientras niños a medio vestir se paran en las puertas sujetados de la falda de la madre, quien lucha por prender los anafes peleando con el húmedo carbón. El sonido de la bocina del tren se oye lejano, como si expresara el lamento de hombres entripados, que con palas, abren trincheras y drenan los campos para salvar la siembra. El olor a humedad y el lodo que de sus botas dejan los capataces y patanes en los pisos de madera donde no se conocen las alfombras, dan la sensación de tragedia. Son tres días de lluvias intensas, no ha parado de llover y las mulas titiritan de frío, no resisten el aparejo, la hierba està mojada, las bestias parecen de mal humor ante lo urgente del trabajo, cuando los burros ``se echan`` para no resbalar con la carga. Reina la confusión animal y los potros y becerros se les pierden a las madres, es preciso buscarlos entre las gramíneas cuyas hojas desafían y cortan como navajas junto al implacable granizo. Pero, también el cesar de las lluvias trae consigo un drama tormentoso. Los grillos y chicharras encuentran asideros y el cua-cua de los macos no deja dormir en paz. La tierra se cuartea dejando pequeños mapas en cuadritos y, al paso de un candente sol recargado por las energías del agua, las pisadas del aparataje cañero va convirtiendo en fino polvo lo que era lodo. Camino hacia los potreros, no sólo ha crecido la yerba de guinea, también subió la maleza y las vacas y otros animales están cubiertos de mosquitos. El enjambre nos persigue, faltan manos y ramas para espantarlos, mientras escucho el ``te lo dije`` de mi padre, por mi insistencia en acompañarlo a recorrer a caballo los campos mojados. La sed nos abate y no espera llegar a la casa. Nos detenemos en un drenaje. Mi padre con su bombìn separa las algas y otras malezas que cubren el agua posada. Lo llena y me da de beber, mientras el caballo también se sacia y muestra su satisfacción al resollar en el preciado líquido. Gripe y ``ceguera`` dominan el ambiente en las casas del ingenio y en los bohìos de lodo y tejamanil de las profundidades bateyeras. La normalidad se hace presente cuando observamos de regreso las caras pintadas de lodo seco y el polvo que cubre hasta las pestañas. Se reanima el batey con todo y el catarro de los muchachitos, cuando a lo lejos y atraído por la cálida brisa, se siente berrear un chivo, cabraleño, de esos ``bobò`` que hieden a distancia, atento quizás al retumbe de los cueros que se escucha tímido, pero amenazante, ritual, alegórico, invitando a las velloneras a emitir su mensaje de cotidianidad. ``Cuto``, el electricista del batey, el esposo de Nora, la modista, prende la planta a las cinco de la tarde y la música y el clerèn dicen que la vida sigue...
Gracias, gracias mil por traernos las estampas bateyeras en una prosa ágil, rítmmica y certera. Tal parece que los ojos -no las manos- escriben las vivencias. ¡Qué bueno que así sea! Allende el destino de los bateyes, sobreviven en nuestras mentes lo que la vida cotidiana de nuestros esforzados padres, labradores y obreros con todo el entorno: la naturaleza, el rigor del cumplimiento y los sonidos que quedaron estampados para siempre...
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