De El Peñón, partí con mi padre hacia Santiago de los Caballeros. Era un párvulo de apenas cinco años, pero recuerdo los cuatrocientos kilómetros recorridos. La carretera de entonces, que comunicaba a Barahona con la capital, era famosa por sus curvas y también la peligrosidad de los llamados ``Cuatro Vientos``, donde parece existir una ventana dimensional y los vientos alisios zarandean la quietud y el follaje de los montes de guazàbaras y magueis. La inestabilidad seguido se aprecia cuando el vehículo recorre por estos lugares. Al llegar al llamado ``Número ``, con una curvatura similar a un ocho y con grandes pendientes de bajadas y subidas, percibimos de cerca las montañas de piedras que, a ambos lados, amenazan la paz de los viajeros, sobre todo, en tiempos de lluvias, que rocas gigantes han posado en medio del camino.
Entre durmiendo y despierto en el regazo de mi padre, pude darme cuenta al llegar a cada pueblo, ¡ que limpias lucían sus calles! y ¡cuanto colorido en sus casas !, humildes, la mayoría en tablas de palma, pero pintadas y adornadas con cuidadosos jardines. La hospitalidad y solidaridad se hacían presentes en cada paso. El sistema unipartidista que vivía la nación dominicana, permitía, por un lado, que el hombre común estuviera más abocado a su trabajo. Tanto la mujer como el hombre les daban más calor al hogar, pues, por otro lado, como consecuencia de las medidas de control social de la dictadura, nuestro país no tuvo entonces la nefasta oportunidad de transculturizarse.
Continuando con el viaje, resultaba asombroso para un niño campesino hacer su entrada a la capital. Me encontraba exhausto, pero motivado aún por las expectativas del paseo.
La antepenúltima escala fue donde Baltasar Fermin Fondeur, un teniente de la guardia, tío materno de mi padre. Hombre de recio carácter y de pecho erguido, aunque muy cariñoso y efusivo al recibirnos. Recuerdo el olor a guayabas que inundaba su casa en la calle San Francisco de Macorìs, en el sector de San Juan Bosco. Conocí dos de sus hermanos, todos mis tìos abuelos, que fueron Melchor y Gaspar Fermin Fondeur, agricultores tabacaleros conocidos en Santiago, pues eran hijos del munìcipe Melitòn Fondeur Fernàndez y Josefa Fermìn, y nietos del pròcer restaurador, Coronel Furcy Fondeur Lajeunesse, Ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno de la Restauraciòn. Era francès. El teniente Baltasar Fermin era blanco rosado, tenìa los ojos claros y expresivos. De pelo lacio y rubio, fue de los oficiales seleccionados por Trujillo para conformar su escolta. Pero, estar al lado del jefe era como un juego de loterìa o jugar a la ruleta rusa, pues simplemente se ganaba o se perdìa. Una vez Trujillo visitò en Salcedo a una bella mujer, específicamente en ``Conuco``, de una familia muy reconocida allì. La primera visita no tuvo mayores consecuencias. Se les preparò un brindis y los oficiales comieron y bebieron junto al perìnclito y en presencia de la dama. Era mas bien una visita de reconocimiento. Trujillo acostumbraba a eso. Èl, primero estudiaba el ambiente y, si le convenía, regresaba virado como el tiburón. A veces era como la serpiente: primero pasa sigilosa, sin hacer ruido, hace creer a su presa que no està interesada, hasta que la sorprende con la mordida y le inyecta el veneno. En su segunda visita, el tirano quiso ser màs protocolar, característica que siempre le adornò, y dejò parte de su corte afuera, cumpliendo con el servicio de seguridad que de rigor exigía su investidura. Cuando la pretendida sale a recibirlo, con estilo de reina y con la gracia que simboliza a la mujer de ese lugar, saluda al ``César `` con elegancia y, despuès de buscar con la mirada entre los pocos elegidos para entrar a la lujosa casa pueblerina, pregunta: ``Excelencia... y ¿dònde dejò usted al rubio..?``. Esa pregunta le costò al teniente Fermin Fondeur amargos dìas en su vida militar. Por suerte, estábamos en la postrimerìa de la dictadura. Ya en la vida civil, este oficial fue otro de mi familia que se sumergió en el mundo de la caña, cuando se desempeñò por un tiempo considerable como inspector general de los ingenios azucareros. Comenzando la dècada de los setenta, dos delincuentes de los remanentes de la guerra fría lo interceptaron al desmontarse de su jeep, uno por delante y otro detrás, disparàndole mortalmente y llevándose su pistola.
Continuando con nuestro viaje, hicimos la penúltima escala ya en Santiago, pero en la casa de Adelaida Gòmez, una tìa paterna de mi padre. Era una señora de baja estatura y de finos modales. Su hija Rosa Campos Gòmez, estaba allì presente, brindándome la atenciòn y el cariño que demandaba un chico de mi edad. Recuerdo que seguido me buscò una pelota grande, con la que me entretuve vaciando y soplando mientras mi padre compartìa con su pariente. Mi tìa abuela Adelaida Gòmez, tambièn conmigo fue muy amena y me planteaba, dentro de un lenguaje apropiado a su interlocutor, que al suscrito, era a quien ya le correspondía la tarea de procrear una prole màs numerosa, para mantener la vigencia de una familia Gòmez prácticamente extinguida.
Habìa transcurrido dos dìas desde que salimos de El Peñòn sin haber llegado a nuestro destino. De Santiago partimos a Villa Gonzàlez, donde la mayor parte del trayecto resultò ser caminando a pies. Para esa època no existìa el medio de transporte que existe hoy. Los mulos y caballos que daban el servicio resultaban escasos debido a la hora. Estaba oscureciendo y tenìamos como compañeros del camino al canto de los grillos y las veloces carreras de los cocuyos. Màs que carretera, parecìa una callejuela blanca por el polvo que producìa sus piedras calizas. Era interminable el camino, aunque de ambos lados no se percibìa el monte, pues se apreciaba el renegrido de las siembras de tabaco y los ranchos construidos con tal propòsito reflejados en esa noche de luna.
Allà, a lo lejos, se ve venir una silueta blanca. Era una mujer entrada en casi setenta años. Caminaba estable y con mucho ánimo y, mientras màs lo hacìa, màs largo resultaba el camino, cuando mi padre murmuró en tono bajo que se trataba de su madre. Parecìa la montaña, cerca, impresionante, pero inalcanzable. Sus últimos pasos fueron como rayos. Abrazò a su hijo con una fuerza increíble, soltándolo con el mismo ímpetu para estrecharme entre sus brazos y cargarme. Al besarme, me dejò la buena impresiòn de un olor a rosas frescas, extrañando al mismo tiempo, el aroma a humo, que de las cocinas de sus bohìos, asimilaban los viejos de antaño en el sur profundo. Llegamos por fin y nos encaminamos hacia una casa de madera y zinc enclavada en ocho tareas de tierra, adornada en su frente y por los lados de un bello jardìn y, en su trasiego, de una plantaciòn de tabaco. Un pasillo de piedras blancas en el centro nos lleva hasta el interior del hábitat. No habìa luz elèctrica ni agua por tuberías, pero daba gusto ver el brillo de una cocina de campo, el olor a limpio y el confort de unas camas bien tendidas con sàbanas perfumadas. El Pico Diego de Ocampo, frente al camino real, tornaba màs oscura la noche, que se iluminaba con tenues làmparas tradicionales que reflejaban ante mi rostro las poses de mi abuela, mi padre y sus parientes en amena conversación, cuando ya, muy cansado, me entregaba a un sueño agradable y reparador.
Pero, los mayores dormían poco allì. Ya a las cinco de la mañana, la voz imponente de mi abuela, a quien llamaban ``La Doña``, estaba impartiendo òrdenes de trabajo. En el patio aguardaban trabajadores que recibirìan las tareas correspondientes. Desde buscar el agua en los mulos y mantener los recipientes llenos, hasta los que en burros tenìan que buscar la leña para el horno y los quehaceres de la cocina. A las seis de la mañana ese horno estaba despachando dulce de leche, de vaca, sin alterar, roquetes, hojaldres y el famoso ``bienmesabe`` que se degustaba mucho en el cibao. Cuando me levantè y presenciè el espectàculo, jamàs se borrò de mi mente esa rutina de trabajo con la que se forjò mi padre. Me entretuve mirando la inmensa cantidad de aves, algunas de ellas exòticas, y como el pedante pavo real se ufanaba de su clase. Fue mucho para mi, pero a esa edad pude bien asimilar las conversaciones de mi progenitor con sus amigos de infancia. Su interès y el que me manifestaba la gente en conocerme me hacìan sentir complacido. Fue de gran importancia conocer para esa època, hombres octogenarios y nonagenarios que vivieron acontecimientos importantes del siglo XIX, con quienes mi padre pudo tener acceso a datos y nutrirse de conocimientos sobre el discurrir de la vida de sus ancestros que llevamos a colaciòn en un capìtulo aparte. Mi padre no conociò a su progenitor, pues cuando a èste lo mataron, aquel solo contaba con tres años de edad en 1927. Fuimos a visitarlo al cementerio, donde quedò grabada en la memoria una làpida en màrmol negro con protectores a los lados y, en el centro, una ermita con una flor permanente diseñada en hierro.
Ya era suficiente. Cuando recordè que mi madre se encontraba a cuatrocientos kilòmetros me llenè de nostalgia. No soportaba màs escuchar tantos hombres cibaeños, blancos y bien parecidos en su mayoría, pero con los dientes largos y deformes, esculpidos por el tabaco. El hombre de esos lugares es fumador por idiosincrasia y tambièn por su cercanía frecuente con el tabaco como producto trabajado y comercializado en su propia casa. No reparè en lo tortuoso del camino del regreso. El regreso es desalentador. Mi padre tenìa dos alternativas: o complacerme y retornar o que le termine por romper uno de sus dedos índice de tanto halarlo.
Entrado en la adolescencia, mi padre refrescò mi memoria sobre muchos aspectos tratados y vividos en ese viaje. El hombre del cibao, por cultura, rememora como frescos, acontecimientos de muchos años de historia. Detalles sobre la muerte de ``Lilìs`` y el gobierno de ``Mon`` Càceres son temas preferidos. La consecución de la historia al igual nos lleva a revelar circunstancias del famoso pleito de Las Lagunas y la tragedia de los hermanos Perozo. Entre güira, tambora y acordeón se inspiraba un cibaeño: ``Si me vieren a Mon Càceres, dìganle que digo yo, que merece una corona por el perro que mato...``, ``Ya mataron a Lilìs, ya no jode màs Perico, tamo contento lo pobre, to el mundo, tambièn lo rico...``. Mientras otro le contesta: ``¡Ay... pero Mon no se dio cuenta... y eso lo tenìa que vei, que ei generai Lui Tejera, ese lo querìa jodei...!``, ``dicen que el que a hierro mata a hierro debe morì, a Tejera los cojone... se los machacò un Quiquì...``. Se referìa al general Alfredo Victoria, quien muerto Mon Càceres, vengò su muerte y tambièn influyò para que su tìo, el senador Eladio Victoria, alias ``Quiquì``, ocupara la presidencia de la repùblica.
Entre historietas, merengues y tragos, recordaron someramente,la participación de dos parientes en el famoso `Pleito de las Lagunas``, hoy Villa Gonzàlez, a principios del siglo pasado. Juanico Gòmez y Pulì Fermin, no se precisa cuál de los dos, al agonizar gravemente herido, solo lamentaba que dejaría su arma: ``Tan buen revolver``, exclamaba.
La tragedia de los hermanos Perozo, en Santiago, es algo que nos toca profundamente, debido al parentesco familiar. Doña Rosario Fermin Mera, esposa de don Alfonso Perozo Guzmàn, a la sazón gerente general de la casa Bermùdez, fue nuestra pariente cercana. Perozo Guzmàn, fue una de las primeras vìctimas de la joven dictadura, cuando desapareciò el 27 de diciembre de 1935 y nunca regresò. Ya el 24 de marzo de 1932 habìan matado a sus hermanos Cèsar, Faustino y Andrès, lo que motivò que Alfonso no midiera las constantes crìticas a un gobierno que ya tenìa definida su lìnea de acciòn, exponiendo, lamentablemente, la vida de toda su familia. El envenenamiento de un perro fiero que criaron en la casa y al que peyorativamente llamaban ``Benefactor``, marcò el destino fatal de esta distinguida familia. Diez años màs tarde, el 13 de junio de 1945, asesinaron a Josè Luis Perozo Fermin, un jovencito de apenas catorce años. Apellidarse Perozo o Fermin, trajo serios inconvenientes a personas que, oriundas de esas zonas del cibao, como Santiago, Villa Gonzàlez y la lìnea noroeste, hacìan filas en las fuerzas armadas y en la policìa nacional.
El ajusticiamiento del tirano le devuelve a Santiago su honra y su gloria. Los santiaguenses recuerdan con nostalgia sus contribuciones en aras de la libertad de esta repùblica, no solo en las cadenas que acabaron de romper los cibaeños el 30 de mayo de 1961, sino tambièn el arrojo de la Carga de los Andulleros y el grito de Capotillo que marcò nuestra segunda independencia: la Restauraciòn de la Repùblica, 1863-1865. Recuerdan tambièn frustraciones aviesas dentro del plan de conquista y lucha de un Santiago històrico, cuando el monumento a los héroes de esa gesta tuvo como origen el reconocimiento a Trujillo. Y fue precisamente de esa hidalga ciudad donde surgió el personaje que, investido como presidente del Senado, mocionò el cambio de nombre de la ciudad de Santo Domingo por el de ``Ciudad Trujillo``. En la historia polìtica de los pueblos, unas van de cal y otras van de arena. Tanto trae el verdor las rosas como el tallo las espinas. Ante situaciones como èstas se expresò Duarte: ``Nunca faltaràn aquellos malos dominicanos que rompan con los pies lo que la Trinitaria ordenò con las manos y el corazòn...``. Se refería quizás, a Gaspar Polanco, cuando ordenò el 5 de noviembre de 1864, el fusilamiento de Josè Antonio Salcedo (Pepillo), un patriota reconocido y probado, pero al que la providencia no acompañò cuando los restauradores lo eligieron como presidente de la repùblica el 14 de septiembre de 1863, pues, aunque valiente, carecía de atrevimiento y caràcter. Adoptaba en los casos de mayor peligro y gravedad, un temperamento conciliador con el cual mas bien se acreditaba de bueno y dèbil que de hombre de armas a quien se le confiara la responsabilidad de conducir la campaña hasta el punto final del triunfo, a costa de cualquier sacrificio. No obstante, su poca aptitud de presidente, no lo divorciaba de su bien ganado papel patriòtico. Hay que reconocer que nuestra primera independencia en 1844 tuvo como causa justificada la separaciòn con el pueblo haitiano. Sin embargo, la segunda independencia, que fue la restauraciòn de la repùblica, contò con protagonistas que buscaron el favor haitiano, hicieron causa comùn y existieron visos de racismo contra sus hermanos dominicanos, para enfrentar a los españoles.
Pero, ahì està el cibao, con màs altas que bajas, con màs honras que deshonras. Interpreto a don Tomàs Morel: ¡``Que interesante este cibao, donde los pies del hombre recién llegado, ahondan raíces, para aquietar sus pasos``!. Y continùa: ``En el se encuentran todos los tipos humanos... Desde el viejo socarrón, amigo de las pulperìas y contador de cuentos, hasta el muchacho engreído, a quien la vida se le entrò por los ojos, antes de que terminara la mañanita fresca de su inocencia...``. ``La llanura, la sierra, el ``pueblito``, arrebujado entre loma, el rumor del viento, el camino alocado, la ``campuna maliciosa``, las tonadas conuqueras, endechas de ternuras que despiertan sensibilidades insospechadas, hicieron de mi el milagro casi bíblico, de volverme otro hombre...``¡ ¿Y què serà de ti, hombre de ciudad que ignoras estas cosas...?. Termina la cita.
Y yo, que vuelvo, después de tantos años de un viaje soñador, me detengo allá, en el camino real, frente a frente al Pico Diego de Ocampo, el que amenazante me saluda con el frío y la pertinaz llovizna de una tarde de invierno. Observo la casita del pasillo empedrado, con la sombra de los árboles y un tamarindo centenario, me inquieta la sentida ausencia de las aves y la presencia de un horno ya vetusto que hacen nostálgico el encuentro de un lugar abandonado, donde los que habitan, taciturnos, màs el cantar del viento entre las palmeras, grimoso y desafiante, nos comunican que existiò allì una familia: los Gòmez.
Entre durmiendo y despierto en el regazo de mi padre, pude darme cuenta al llegar a cada pueblo, ¡ que limpias lucían sus calles! y ¡cuanto colorido en sus casas !, humildes, la mayoría en tablas de palma, pero pintadas y adornadas con cuidadosos jardines. La hospitalidad y solidaridad se hacían presentes en cada paso. El sistema unipartidista que vivía la nación dominicana, permitía, por un lado, que el hombre común estuviera más abocado a su trabajo. Tanto la mujer como el hombre les daban más calor al hogar, pues, por otro lado, como consecuencia de las medidas de control social de la dictadura, nuestro país no tuvo entonces la nefasta oportunidad de transculturizarse.
Continuando con el viaje, resultaba asombroso para un niño campesino hacer su entrada a la capital. Me encontraba exhausto, pero motivado aún por las expectativas del paseo.
La antepenúltima escala fue donde Baltasar Fermin Fondeur, un teniente de la guardia, tío materno de mi padre. Hombre de recio carácter y de pecho erguido, aunque muy cariñoso y efusivo al recibirnos. Recuerdo el olor a guayabas que inundaba su casa en la calle San Francisco de Macorìs, en el sector de San Juan Bosco. Conocí dos de sus hermanos, todos mis tìos abuelos, que fueron Melchor y Gaspar Fermin Fondeur, agricultores tabacaleros conocidos en Santiago, pues eran hijos del munìcipe Melitòn Fondeur Fernàndez y Josefa Fermìn, y nietos del pròcer restaurador, Coronel Furcy Fondeur Lajeunesse, Ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno de la Restauraciòn. Era francès. El teniente Baltasar Fermin era blanco rosado, tenìa los ojos claros y expresivos. De pelo lacio y rubio, fue de los oficiales seleccionados por Trujillo para conformar su escolta. Pero, estar al lado del jefe era como un juego de loterìa o jugar a la ruleta rusa, pues simplemente se ganaba o se perdìa. Una vez Trujillo visitò en Salcedo a una bella mujer, específicamente en ``Conuco``, de una familia muy reconocida allì. La primera visita no tuvo mayores consecuencias. Se les preparò un brindis y los oficiales comieron y bebieron junto al perìnclito y en presencia de la dama. Era mas bien una visita de reconocimiento. Trujillo acostumbraba a eso. Èl, primero estudiaba el ambiente y, si le convenía, regresaba virado como el tiburón. A veces era como la serpiente: primero pasa sigilosa, sin hacer ruido, hace creer a su presa que no està interesada, hasta que la sorprende con la mordida y le inyecta el veneno. En su segunda visita, el tirano quiso ser màs protocolar, característica que siempre le adornò, y dejò parte de su corte afuera, cumpliendo con el servicio de seguridad que de rigor exigía su investidura. Cuando la pretendida sale a recibirlo, con estilo de reina y con la gracia que simboliza a la mujer de ese lugar, saluda al ``César `` con elegancia y, despuès de buscar con la mirada entre los pocos elegidos para entrar a la lujosa casa pueblerina, pregunta: ``Excelencia... y ¿dònde dejò usted al rubio..?``. Esa pregunta le costò al teniente Fermin Fondeur amargos dìas en su vida militar. Por suerte, estábamos en la postrimerìa de la dictadura. Ya en la vida civil, este oficial fue otro de mi familia que se sumergió en el mundo de la caña, cuando se desempeñò por un tiempo considerable como inspector general de los ingenios azucareros. Comenzando la dècada de los setenta, dos delincuentes de los remanentes de la guerra fría lo interceptaron al desmontarse de su jeep, uno por delante y otro detrás, disparàndole mortalmente y llevándose su pistola.
Continuando con nuestro viaje, hicimos la penúltima escala ya en Santiago, pero en la casa de Adelaida Gòmez, una tìa paterna de mi padre. Era una señora de baja estatura y de finos modales. Su hija Rosa Campos Gòmez, estaba allì presente, brindándome la atenciòn y el cariño que demandaba un chico de mi edad. Recuerdo que seguido me buscò una pelota grande, con la que me entretuve vaciando y soplando mientras mi padre compartìa con su pariente. Mi tìa abuela Adelaida Gòmez, tambièn conmigo fue muy amena y me planteaba, dentro de un lenguaje apropiado a su interlocutor, que al suscrito, era a quien ya le correspondía la tarea de procrear una prole màs numerosa, para mantener la vigencia de una familia Gòmez prácticamente extinguida.
Habìa transcurrido dos dìas desde que salimos de El Peñòn sin haber llegado a nuestro destino. De Santiago partimos a Villa Gonzàlez, donde la mayor parte del trayecto resultò ser caminando a pies. Para esa època no existìa el medio de transporte que existe hoy. Los mulos y caballos que daban el servicio resultaban escasos debido a la hora. Estaba oscureciendo y tenìamos como compañeros del camino al canto de los grillos y las veloces carreras de los cocuyos. Màs que carretera, parecìa una callejuela blanca por el polvo que producìa sus piedras calizas. Era interminable el camino, aunque de ambos lados no se percibìa el monte, pues se apreciaba el renegrido de las siembras de tabaco y los ranchos construidos con tal propòsito reflejados en esa noche de luna.
Allà, a lo lejos, se ve venir una silueta blanca. Era una mujer entrada en casi setenta años. Caminaba estable y con mucho ánimo y, mientras màs lo hacìa, màs largo resultaba el camino, cuando mi padre murmuró en tono bajo que se trataba de su madre. Parecìa la montaña, cerca, impresionante, pero inalcanzable. Sus últimos pasos fueron como rayos. Abrazò a su hijo con una fuerza increíble, soltándolo con el mismo ímpetu para estrecharme entre sus brazos y cargarme. Al besarme, me dejò la buena impresiòn de un olor a rosas frescas, extrañando al mismo tiempo, el aroma a humo, que de las cocinas de sus bohìos, asimilaban los viejos de antaño en el sur profundo. Llegamos por fin y nos encaminamos hacia una casa de madera y zinc enclavada en ocho tareas de tierra, adornada en su frente y por los lados de un bello jardìn y, en su trasiego, de una plantaciòn de tabaco. Un pasillo de piedras blancas en el centro nos lleva hasta el interior del hábitat. No habìa luz elèctrica ni agua por tuberías, pero daba gusto ver el brillo de una cocina de campo, el olor a limpio y el confort de unas camas bien tendidas con sàbanas perfumadas. El Pico Diego de Ocampo, frente al camino real, tornaba màs oscura la noche, que se iluminaba con tenues làmparas tradicionales que reflejaban ante mi rostro las poses de mi abuela, mi padre y sus parientes en amena conversación, cuando ya, muy cansado, me entregaba a un sueño agradable y reparador.
Pero, los mayores dormían poco allì. Ya a las cinco de la mañana, la voz imponente de mi abuela, a quien llamaban ``La Doña``, estaba impartiendo òrdenes de trabajo. En el patio aguardaban trabajadores que recibirìan las tareas correspondientes. Desde buscar el agua en los mulos y mantener los recipientes llenos, hasta los que en burros tenìan que buscar la leña para el horno y los quehaceres de la cocina. A las seis de la mañana ese horno estaba despachando dulce de leche, de vaca, sin alterar, roquetes, hojaldres y el famoso ``bienmesabe`` que se degustaba mucho en el cibao. Cuando me levantè y presenciè el espectàculo, jamàs se borrò de mi mente esa rutina de trabajo con la que se forjò mi padre. Me entretuve mirando la inmensa cantidad de aves, algunas de ellas exòticas, y como el pedante pavo real se ufanaba de su clase. Fue mucho para mi, pero a esa edad pude bien asimilar las conversaciones de mi progenitor con sus amigos de infancia. Su interès y el que me manifestaba la gente en conocerme me hacìan sentir complacido. Fue de gran importancia conocer para esa època, hombres octogenarios y nonagenarios que vivieron acontecimientos importantes del siglo XIX, con quienes mi padre pudo tener acceso a datos y nutrirse de conocimientos sobre el discurrir de la vida de sus ancestros que llevamos a colaciòn en un capìtulo aparte. Mi padre no conociò a su progenitor, pues cuando a èste lo mataron, aquel solo contaba con tres años de edad en 1927. Fuimos a visitarlo al cementerio, donde quedò grabada en la memoria una làpida en màrmol negro con protectores a los lados y, en el centro, una ermita con una flor permanente diseñada en hierro.
Ya era suficiente. Cuando recordè que mi madre se encontraba a cuatrocientos kilòmetros me llenè de nostalgia. No soportaba màs escuchar tantos hombres cibaeños, blancos y bien parecidos en su mayoría, pero con los dientes largos y deformes, esculpidos por el tabaco. El hombre de esos lugares es fumador por idiosincrasia y tambièn por su cercanía frecuente con el tabaco como producto trabajado y comercializado en su propia casa. No reparè en lo tortuoso del camino del regreso. El regreso es desalentador. Mi padre tenìa dos alternativas: o complacerme y retornar o que le termine por romper uno de sus dedos índice de tanto halarlo.
Entrado en la adolescencia, mi padre refrescò mi memoria sobre muchos aspectos tratados y vividos en ese viaje. El hombre del cibao, por cultura, rememora como frescos, acontecimientos de muchos años de historia. Detalles sobre la muerte de ``Lilìs`` y el gobierno de ``Mon`` Càceres son temas preferidos. La consecución de la historia al igual nos lleva a revelar circunstancias del famoso pleito de Las Lagunas y la tragedia de los hermanos Perozo. Entre güira, tambora y acordeón se inspiraba un cibaeño: ``Si me vieren a Mon Càceres, dìganle que digo yo, que merece una corona por el perro que mato...``, ``Ya mataron a Lilìs, ya no jode màs Perico, tamo contento lo pobre, to el mundo, tambièn lo rico...``. Mientras otro le contesta: ``¡Ay... pero Mon no se dio cuenta... y eso lo tenìa que vei, que ei generai Lui Tejera, ese lo querìa jodei...!``, ``dicen que el que a hierro mata a hierro debe morì, a Tejera los cojone... se los machacò un Quiquì...``. Se referìa al general Alfredo Victoria, quien muerto Mon Càceres, vengò su muerte y tambièn influyò para que su tìo, el senador Eladio Victoria, alias ``Quiquì``, ocupara la presidencia de la repùblica.
Entre historietas, merengues y tragos, recordaron someramente,la participación de dos parientes en el famoso `Pleito de las Lagunas``, hoy Villa Gonzàlez, a principios del siglo pasado. Juanico Gòmez y Pulì Fermin, no se precisa cuál de los dos, al agonizar gravemente herido, solo lamentaba que dejaría su arma: ``Tan buen revolver``, exclamaba.
La tragedia de los hermanos Perozo, en Santiago, es algo que nos toca profundamente, debido al parentesco familiar. Doña Rosario Fermin Mera, esposa de don Alfonso Perozo Guzmàn, a la sazón gerente general de la casa Bermùdez, fue nuestra pariente cercana. Perozo Guzmàn, fue una de las primeras vìctimas de la joven dictadura, cuando desapareciò el 27 de diciembre de 1935 y nunca regresò. Ya el 24 de marzo de 1932 habìan matado a sus hermanos Cèsar, Faustino y Andrès, lo que motivò que Alfonso no midiera las constantes crìticas a un gobierno que ya tenìa definida su lìnea de acciòn, exponiendo, lamentablemente, la vida de toda su familia. El envenenamiento de un perro fiero que criaron en la casa y al que peyorativamente llamaban ``Benefactor``, marcò el destino fatal de esta distinguida familia. Diez años màs tarde, el 13 de junio de 1945, asesinaron a Josè Luis Perozo Fermin, un jovencito de apenas catorce años. Apellidarse Perozo o Fermin, trajo serios inconvenientes a personas que, oriundas de esas zonas del cibao, como Santiago, Villa Gonzàlez y la lìnea noroeste, hacìan filas en las fuerzas armadas y en la policìa nacional.
El ajusticiamiento del tirano le devuelve a Santiago su honra y su gloria. Los santiaguenses recuerdan con nostalgia sus contribuciones en aras de la libertad de esta repùblica, no solo en las cadenas que acabaron de romper los cibaeños el 30 de mayo de 1961, sino tambièn el arrojo de la Carga de los Andulleros y el grito de Capotillo que marcò nuestra segunda independencia: la Restauraciòn de la Repùblica, 1863-1865. Recuerdan tambièn frustraciones aviesas dentro del plan de conquista y lucha de un Santiago històrico, cuando el monumento a los héroes de esa gesta tuvo como origen el reconocimiento a Trujillo. Y fue precisamente de esa hidalga ciudad donde surgió el personaje que, investido como presidente del Senado, mocionò el cambio de nombre de la ciudad de Santo Domingo por el de ``Ciudad Trujillo``. En la historia polìtica de los pueblos, unas van de cal y otras van de arena. Tanto trae el verdor las rosas como el tallo las espinas. Ante situaciones como èstas se expresò Duarte: ``Nunca faltaràn aquellos malos dominicanos que rompan con los pies lo que la Trinitaria ordenò con las manos y el corazòn...``. Se refería quizás, a Gaspar Polanco, cuando ordenò el 5 de noviembre de 1864, el fusilamiento de Josè Antonio Salcedo (Pepillo), un patriota reconocido y probado, pero al que la providencia no acompañò cuando los restauradores lo eligieron como presidente de la repùblica el 14 de septiembre de 1863, pues, aunque valiente, carecía de atrevimiento y caràcter. Adoptaba en los casos de mayor peligro y gravedad, un temperamento conciliador con el cual mas bien se acreditaba de bueno y dèbil que de hombre de armas a quien se le confiara la responsabilidad de conducir la campaña hasta el punto final del triunfo, a costa de cualquier sacrificio. No obstante, su poca aptitud de presidente, no lo divorciaba de su bien ganado papel patriòtico. Hay que reconocer que nuestra primera independencia en 1844 tuvo como causa justificada la separaciòn con el pueblo haitiano. Sin embargo, la segunda independencia, que fue la restauraciòn de la repùblica, contò con protagonistas que buscaron el favor haitiano, hicieron causa comùn y existieron visos de racismo contra sus hermanos dominicanos, para enfrentar a los españoles.
Pero, ahì està el cibao, con màs altas que bajas, con màs honras que deshonras. Interpreto a don Tomàs Morel: ¡``Que interesante este cibao, donde los pies del hombre recién llegado, ahondan raíces, para aquietar sus pasos``!. Y continùa: ``En el se encuentran todos los tipos humanos... Desde el viejo socarrón, amigo de las pulperìas y contador de cuentos, hasta el muchacho engreído, a quien la vida se le entrò por los ojos, antes de que terminara la mañanita fresca de su inocencia...``. ``La llanura, la sierra, el ``pueblito``, arrebujado entre loma, el rumor del viento, el camino alocado, la ``campuna maliciosa``, las tonadas conuqueras, endechas de ternuras que despiertan sensibilidades insospechadas, hicieron de mi el milagro casi bíblico, de volverme otro hombre...``¡ ¿Y què serà de ti, hombre de ciudad que ignoras estas cosas...?. Termina la cita.
Y yo, que vuelvo, después de tantos años de un viaje soñador, me detengo allá, en el camino real, frente a frente al Pico Diego de Ocampo, el que amenazante me saluda con el frío y la pertinaz llovizna de una tarde de invierno. Observo la casita del pasillo empedrado, con la sombra de los árboles y un tamarindo centenario, me inquieta la sentida ausencia de las aves y la presencia de un horno ya vetusto que hacen nostálgico el encuentro de un lugar abandonado, donde los que habitan, taciturnos, màs el cantar del viento entre las palmeras, grimoso y desafiante, nos comunican que existiò allì una familia: los Gòmez.
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