martes, 8 de febrero de 2011

SABOR A CAÑA: PERSONAJES Y COMUNIDADES ( 7 de 9 ).

Las constante mudanzas de mi familia no solo eran una terapia emocional, sino que también nos sentíamos nómadas, aunque con destino. Como niños, disfrutábamos de la cocina, que por motivo del viaje, improvisaba nuestra madre en anafes y leñas para la preparación de la comida. La expectativa, además, de ver los caminos, de amplia y verde vegetación en ese entonces, aunque polvorientos cuando llegaba la cuaresma y las brisas tormentosas. Conocer nuevos amigos y acomodarnos con los animales en otra casa diferente, nos llenaba de mucho entusiasmo. Hicimos vida en Palo Alto, Jaquimeyes, El Peñón, Bayahonda, Bateycito o Batey Santana, La Bombita, Batey Siete, entre otros, quedando en mi corazón la brisa de las palmeras, el frescor de los molinos de viento y el frío de las anchas tuberías instaladas en cada toma para transportar el agua.

Recuerdo a ``Tompè``, en Bayahonda, hijo de la vieja Fabia, cuyo afán era buscar a ese loco que, siendo hombre, le cogía con pasear desnudo, corriendo tras la procesión del padre Camilo, un capellán con rango de coronel, natural de Bélgica, que en calidad de cura dirigía la multitud que llevaba la virgen ``Santa Rosa de Lima`` por esos predios cañeros. Camilo era un tipo alto, fuerte e iracundo. Como Mìster Kory, trataba los hombres con puntapiés, con la diferencia, que la presencia de este sacerdote no solo contribuyò con la edificaciòn de iglesias, sino tambièn a la construcciòn de escuelas rurales, ademàs de la iglesia de Cristo Rey, en el pueblo de Barahona, con una escuela adicional que educò y desarrabalizò todos esos sectores marginales de la parte alta de la ciudad. Recuerdo a Bateycito, colindante con ``Cachimbà``, zona haitiana donde se daba riendas sueltas a los impulsos carnales. Tenìa nuestra casa una carreterita de piedras blancas que conducìa a Neiba, y en su trasiego, un atractivo monte, donde compartìamos con iguanas y hurones atraìdos por los nidos de gallinas.

Personajes como ``Jaba Chìchara``, regordete y muy pequeño, que andaba en un gran mulo con un niño detrás como ayudante. El niño le aventajaba en estatura y consigo llevaba un banquito. Cuando el misterioso hombre llegaba a algùn lugar, porque alguien solicitara su servicio, el primero en desmontarse era el niño, quien tomaba las riendas del animal, lo amarraba en un sitio seguro y colocaba el banquito frente al estribo para que su patrón pudiese desmontarse. El hombre, de piel jabà, como algunos duvergenses, hacía tierra con un bulto de suela con correa, en el que llevaba el brebaje con que ``sanarìa`` a su cliente. El hogar que uno visitaba, donde se percibìa un olor a cebollìn con aceite de higuereta, delataba que por allì habìa pasado Jaba Chìchara...

Era agradable recibir cada dos dìas a Javielito Nin, un pariente que nos llevaba un bloque de hielo, el que guardábamos en una improvisada nevera de madera, envuelto en pajas de cafè y de arroz. La nevera tenìa espacio para guardar, tanto el hielo como carnes o cualquier otra cosa que necesitase de conservaciòn . Cuando Javielito llevaba el hielo, mi hermana Mary y yo gozábamos de los residuos que quedaban del hielo anterior. Javielito Nin, era residente en paraje ``Los Pollos``, jurisdicciòn de La Angostura. Era raro el dìa que este personaje no llegara con unos tragos, bailando solo, queriendo compartir su alegrìa con sus clientes. Mi padre lo apreciaba mucho, como lo hacìa con todos los dueños de ese apellido. Javielito llevaba doble vida, tenìa dos familias y, ambas esposas, eran comadres y, sus hijos, juntos, compartìan el trabajo con su padre. Otro personaje pintoresco que llega a mi memoria es Felito ``Viste Encueros``, pseudònimo impuesto por él mismo, cuando pregonaba su mercancía de ropas y zapatos por todos los bateyes. Andaba en un jeepecito que, impulsado por su estatura y el peso de su cuerpo, siempre tenìa tumbado el amortiguador del lago del chófer. Era alto, de piel canela pronunciada, regordete, pero de rostro y labios caídos y en su voz llevaba el metal de la resaca de alcohol. Oriundo de Fundaciòn, Felito se auto nombrò asì, pero comenzò a molestarse cuando otro lo llamaba con el mote, lo que le costò un gran boche a mi hemana Micaela cuando lo saludó desde una de las ventanas de la casa: ¡``Adios... Felito Viste Encueros...``!.

Eran aquellos los tiempos en que se disfrutaba paseando por los rieles. Veìamos pasar las maquinas arrastrando los vagones cargados de caña. Era una osadía de muchacho terrible el halar una que otra caña, de aquellas que sobresalían. Muchas veces la velocidad del tren nos exponía y nos exponíamos nosotros mismos a un inminente peligro. Aprovechar el último vagón para subirnos, nos dejó muchas veces lejos de nuestra casa, por temor a lanzarnos y malograrnos. Nuestra amistad con el ``Vigía `` nos permitía pasear de gratis en la cigüeña, un improvisado carrito en los rieles, agitado manualmente al través de una palanca doble que agitaban dos hombres, uno frente al otro. Este sistema de transporte auxiliaba con diligencias rápidas las faenas del transporte cañero. El Vigìa se guarecía en su garita tipo centinela. Todavía existen ruinas de ellas en esos caminos. Dentro de la misma habìa un telèfono de cajòn, con una manigueta derecha y una bocina. Los empleados de la caña tenìan uno de esos aparatos en la casa. La comunicaciòn era algo pintoresca, pues dependiendo del batey donde se llamara, se le daba una cantidad determinada de maniguetazos, colocando el auricular en forma horizontal en el oído izquierdo, mientras se voceaba por la bocina del cajón que le quedaba de frente al usuario, quien no soltaba la manigueta de su mano derecha: ``¡Alò... ¿Batey 5...?, ``Escúcheme el mensaje que debe ser llevado al 6 que no doy con la señal...``.

No solo conocimos los lugares màs arriba mencionados. En mi vaga memoria tambièn recuerdo nuestras cortas estadìas en Moca, Salcedo, Villa Tapia, Villa Gonzàlez, en el cibao, y, en todo ese recorrer emulador de la familia que protagoniza ``Las Uvas de la Ira..., de John Steinbech (ganadora del premio Pulitzer en 1940), transcurriò nuestra niñez y adolescencia, donde la cultura campesina hizo contraste con nuestra realidad urbana. En El Peñòn de Barahona conocimos la palabra ``Vacà`` o ``Bakà``. El vacà era cualquier animal escogido por un creyente y preparado para ``salvaguardar``vidas, frutos y propiedades. Se decìa que personas honorables de ese lugar tenìan vacà. Imagìnense hasta donde llega el morbo campesino en este aspecto, que hombres de la calidad de don Juan Lòpez, fueron molestados en el El Peñòn por incidencias judiciales quiméricas producidas por oscuras mentalidades. Don Blanco, de hablar pausado y rostro risueño, era un hombre respetado y respetuoso, que es poco decir, pues era figura patriarcal en ese pueblo. Por otra parte, recuerdo el sonado caso, con trascendencia en la prensa de la època, de la muerte de un reconocido munìcipe de allì, cuyo cadàver no pudo esperar la presencia de un hijo, agente de la policía, quien se presentò cuando en el cementerio solo quedaban algunos dos o tres curiosos y el albañil que daba los últimos toques lapidarios. Cuando dicho agente entonces llega, junto a otros, y ordena destruir la ya dura tapa del nicho, con la intenciòn de ver por última vez a su progenitor, es  complacido. Para sorpresa de todos, el cadáver no tenìa cabeza... De ahì en adelante, se siguiò un proceso judicial atípico. Para nosotros, éstas no son màs que creencias populares, palabras que tendremos que repetir, pues constituyen la sal de la vida de esas regiones marcadas por la ignorancia, donde el hombre trabajador y bueno, si no tropieza lo empujan. Don Blanco Lòpez, dueño además de una bodega que dejò en mi olfato los recuerdos del tabaco en andullo que cortaba con una guillotina para vender por pedazos, y, hasta doña Aurora Fèliz, su esposa, una señora blanca y fina, oriunda de ese lugar, lo fumaba en papel de traza. Cuando se partían los cinco cheles de tabaco, el trocito se desmenuzaba en los dedos de este gran hombre que lo envolvía en dicho envase y lo sellaba lamiendo las orillas del  papel enrollado. El olor que dispensaba el humo que succionado con fuerza soltaba la boca de la dama, entre copazo y copazo, se mezclaba con el de los guineos manzanos maduros al natural y guindados en racimos encima del mostrador.

Blanco Lòpez fue el artífice de una ejemplar familia en esa comunidad sureña. Me une una fraternal amistad con sus hijos Dionisio, doctor en medicina, radicado fuera del paìs hace mucho tiempo, Sixto, Vinicio (Vine), Ramòn (Cuco) y el tambièn doctor Juan Emilio Lòpez Fèliz, uròlogo, quien se destacò por sus luchas opuestas al règimen de Balaguer en sus primeros doce años de gobierno. Fue secretario general de la Federaciòn de Estudiantes Dominicanos (F.E.D.), de relativa importancia para la època. Fue tenazmente perseguido y hecho preso en varias ocasiones. Conociò los rigores de las ergàstulas de ese règimen y, no solo llegò a presidir el Movimiento Popular Dominicano (MPD) hacia el 1974, sino que se constituyò en un lìder de repunte de esa organizaciòn, como figura joven y decente que rescataba la moral manchada por grupos pseudo comunistas. Un primo suyo, de apellido Lòpez, ejerciò sobre aquel hombre una enorme influencia en su decisiòn de militar en una organizaciòn tan trascendente. Ese primo no corriò igual suerte, pues fue acribillado a balazos por agentes del imperialismo yanqui que se camuflaban en nuestros cuarteles. Paradòjicamente, su hermano Dionisio, logrò enrolarse en la ``Cruzada de Amor``, ganándose el aprecio de doña Ema Balaguer de Vallejo. Recuerdo que eran los tiempos de la sanjuanera Calina Ogando, trigueña, simpàtica y locuaz mujer y, como ella, una plèyade de promotoras que le hicieron un rico servicio al paìs y salvaron vidas...

Juan Emilio Lòpez Fèliz, fue quien alfabetizó al autor de estas páginas, pues éste era un muchacho muy rebelde que no quería asimilar las clases en las escuelas de su pueblo. Le recuerdo como a un hermano y le agradezco mucho.

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