Corría la década de los años sesenta. Nuestros padres, nos inscribieron en el Colegio Evangélico Barney N. Morgan, centro preferido por las mejores familias barahoneras de entonces, ya que la educaciòn pùblica comenzaba a entrar en una etapa álgida respecto a sus enseñanzas, pues la guerra fría contribuyó con el desorden institucional del país, por lo menos, en lo que académico se refiere. No era un buen estudiante y anduve todos los centros de estudios de mi pueblo, exceptuando el Colegio Divina Pastora, pues estaba destinado solo para damas. Pero, los hombres no se frustran si no quieren. El hombre se moldea, unas veces para mal y otras para bien. Dijo Schiller, que el hombre se hace grande o pequeño según su voluntad.
Era rebelde. Y mi comportamiento me costó la transferencia de ese colegio a una escuelita de recuperación que dirigía la profesora Josefita Màtos Nin, una rígida mujer pariente de mi madre. Ella usaba de ``madrina`` una rama seca de ``palo de chivo``, la que nos aplomaba de improviso ante la mas mínima travesura. La escuelita està ubicada en la parte màs alta de la ciudad, donde termina la calle Jaime Mota y los ranchitos se contaban con los dedos de una mano. Era una desvencijada casita de tablas de palma con techo de zinc viejo y tostado por el sol. Tenìa poco màs de una docena de pupitres para dos o tres estudiantes, segùn la necesidad. En su parte norte tenìa una estrecha habitaciòn donde dormìa Macorìs, un anciano de ascendencia haitiana, un tanto polìglota, ya centenario, quien afirmaba haber sido parte del séquito lilisiano y caminaba con mucho orgullo haciendo ruidos con sus medias botas, a las que colocaba tachuelas. Se ponìa un sombrero de henequén de alas anchas, de los denominados ``pava``. Este anciano no tenìa familia y anestesiaba su pasado, quizás tortuoso, visitando asiduamente la iglesia catòlica. En su afán de no torcerse debido a su edad, inclinaba demasiado su cabeza y torso hacia atràs, lo que le obliga inconscientemente a doblar sus rodillas al caminar: ``Yo no me tuerzo no...``, aducía.
El cambio radical de un colegio de clase media a esta humilde escuelita no me supo a nada. Me sentía ser, como en realidad soy ahora, de silla y aparejo. Recuerdo su campana debajo de una mata de tamarindos, la que luego fue cambiada por un tubo de hierro macizo al que golpèabamos con furia cuando se avisaba el recreo o terminaba la clase. Cada niño, teníamos el afán de correr y tocar esa improvisada campana. Era un lugar para pobres, donde el olor a ``marifinga`` hecha flatulencias envenenaba el ambiente. Las necesidades màs perentorias tenían que realizarse en el montecito que circundaba el local. La ``marifinga`` era la denominación del alimento que los norteamericanos donaron en la revolución de abril de 1965 y que los dominicanos sin orgullo fueron capaces de aceptar. Ellos, los gringos, acostumbran a ``ayudar`` con la correa en las manos.
Pasaron veinticinco años cuando me invadiò la nostalgia. Fue al entrar a mi pueblo. Decidì dejar el carro y entrar a pies por los ``blanquizales``, donde encontrè un callejòn o camino con montes a los lados y las huellas aùn sin borrar de una niñez soñadora, que corrìa por allì junto con las espinas y las hojas carnívoras, sin sentir las dobleces de las piedras de puntas que calientes por el sol maltrataban mis plantas descalzas. El camino parecía interminable cuando quizás por lo urgido espantaba los cerdos cimarrones que buscaban la fruta de anón, mamón y el mango verde desperdiciados en el suelo. Parecìa un túnel en laberinto, cuando despuès de la ansiada y ùltima curva avisté un panorama diferente, aunque con una estampa conocida. Allì estaba aquella anciana, como mi madre, recostada de uno de los rincones de su nueva escuela, el gobierno habìa tomado en cuenta aquel lejano lugar, donde el recuerdo nos enseña que la vida transcurre y nada mas... Estaba sentada en una silla de guano, recostada, con su vara de ``palo de chivo`` en la mano derecha, mientras el bullicio de los niños pobres, uniformados de crema, entonaban con el olor a tiza, a lápiz, a los cuadernos llenos y estrujados, al piso desinfectado por la trementina y el eucalipto del prado, y el batazo a la pelota que me retornaba a aquel recreo. Al identificarme, sus ojos se nublaron y nuestros cuerpos se unieron en un abrazo que parecìa de madre e hijo. Ella, con su pelo totalmente nevado, detuvo por un instante el recreo, precisamente en el momento en que, curiosos, ya nos tenìan rodeados con ojos inquisidores. ``Mis hijos, este es un ``licenciado`` que estudiò aquì, en esta escuela, igual que ustedes...``, mientras su emociòn y la nuestra no tuvieron lìmites.
A mi pueblo, Barahona, lo recuerdo y lo distingo cuando conservo y pongo de manifiesto los nombres de algunos héroes legendarios y los maestros inhiestos que tuve la honra de conocer. Desde los generales Candelario De la Rosa, Rafael Màtos Cuevas (Falè), Carlos Alberto Mota, Josè Dolores Màtos, gobernador para 1894, Alejandro Deñò, para 1903, Braudilio Fèliz, restauradores e independentistas como Juan Segundo Fèliz, Ángel Fèliz, hasta Jaime Mota y Luis E. Delmonte, distinguidos hombres pùblicos que aportaron con la identidad institucional barahonense. De las contiendas de los ``Bolos`` y ``Coludos`` se conoce al general Josè Dolores Fèliz, alias ``Lolò Cabuya``, tronco de respetable familia en Cabral, algunos de los cuales siguieron sus pasos en los cuarteles, siendo altos oficiales. Hombre de mùltiples generaciones, pues fue su padre el aguerrido coronel ``Cabuya``, quien cabalgó con generales del tupe de Pedro Florentino. Cuentan que el general ``Lolò Cabuya``, al llegar a edad longeva, pudo compartir con generales de la època reciente, a quienes les reprochaba su comodidad en oficinas con aire acondicionado. ``Generales sin batallas...``, aducìa el dilatado hombre de armas.
De nuestro tiempo, recuerdo a don Virgilio Pelàez, maestro, educador, un tanto paternalista. Era el padre de Publio, de mi amigo Silvio y de Guillermo Pelàez Susaña, este ùltimo vìctima de los desaciertos de la guerra frìa. Asimismo, a la maestras Pirula Ramìrez, Petronila Suero, Milagros Melo, Argentina Panela, Dominga Chanlate, Margarita Tezano (Bella dama a la que hacìa mi novia en la imaginación pueril), Noemì Saldaña, Natividad Fèliz, y profesores como Cayacoa Chanlate, Alejandro Melo Andùjar, Orelbis Fèliz, Mirtilio Fèliz Cuevas, Domìnico Nin, entre otros. Ellos son la digna representaciòn del maestro respetuoso de la època.
A la memoria llega el célebre Matìas Ramìrez Suero (Matiìta), nieto de Luis Felipe Suero, quien fuera este ultimo, el primer hombre con ese apellido que llega a ese pueblo, de las primeras familias, trabajando, abriendo trincheras camino al viejo puerto, en burros, cuando la exportaciòn de madera era la principal vía del progreso. Matìas, era historiador, autodidacta, poeta, ``plebe`` y romàntico. Falleciò recientemente, ya centenario. Recordar nuestros personajes de la calle, forma parte de la sal de la vida en las costumbres regionalistas. Desde ``Diablo Viejo`` y ``Chichà Pescao Podrìo``, pescadores, hasta ``Muìto``, ``Tiburòn Andrès`` y ``Lelo, Billete Pelao``, lo que por poco me cuesta la vida junto con un amigo por mofarnos de ellos, en una dominguera mañana poseída del candente sol sureño.
Habìa transcurrido la revoluciòn de abril de 1965. Despuès de la asunción al poder de Joaquìn Balaguer, en 1966, el huracàn ``Inès`` hizo estragos en Barahona. Recuerdo el pleito que sostuve con un vecino, el agricultor Artemio Ramìrez, quien tenìa un negocio de venta de plàtanos en una casa de madera techada de palmas, la que, por la inclemencia del tiempo, se inclinaba hacia delante y era sujetada por dos horcones. Sucediò que en un juego callejero de pelota, debido a un mal lanzamiento, la bola golpeò al buen hombre, quien airado, revolviò botarla, resultando infructuosa su bùsqueda. Mi indignaciòn no se hizo esperar y le manifestè lo alegre que me sentìa de que ese ciclòn llegara para que termine de una vez y por todas con el``ranchito ese``. Cosas de muchachos. Pero, cuando los primeros reflejos se hicieron sentir, nuestra casa, que para ese entonces era de las mejores del sector, comenzò a despedazarse: ``¡Ay Virgen de la Aitagracia...!``, reaccionò mi padre con un acento cibaeño casi olvidado, ``¡Huyan...!``, ``¡Vàyanse donde Lalai...!``, se referìa a doña Laura Santana, esposa de don Sixto Ferreras, padres de mi apreciado amigo el licenciado Sixto Emilio, quienes nos abrieron sus puertas preocupados en un momento tan aciago.
Desde las hendijas de ese refugio observábamos como la furia del fenòmeno seguìa golpeando nuestra casa y como el rancho de Artemio se mantenìa imponente cuán mansiòn de los Collins. En horas de la tarde el peligro pasa. Mi padre està urgido en reparar e improvisa una habitaciòn para que pasemos la noche como damnificados, mientras el fenòmeno azotaba y sembraba muertes en Juancho, Oviedo y Pedernales. Cuando sacamos la cabeza y vamos caminando, no solo escuchè la voz jocosa de Artemio que me voceaba: ``Estamos a su orden Papito...``, dàndome una lecciòn, sino que, ya en la intimidad del hogar, fue que pude darme cuenta que corrì a la casa ajena en calzoncillos ``mangas largas``, pues asì era que se usaban. A Artemio le tomè mucho aprecio, en la medida en que los años me maduraban como persona. Hombre de mil historias jocosas dentro de su entorno social. Salvo el dìa que, por razones obvias, me botó la pelota, nunca estaba de mal humor, hasta el momento que le vi llorando con amargura la muerte de su esposa Yiya Cuevas, hija de don Crescencio Cuevas. Ella era morena, un tanto pasada de libras, como el prototipo de la mujer de nuestros pueblos, entregadas a parir y criar los hijos. Recuerdo sus ojos, eran grandes y soñolientos, algo tímida al sonreír, lo que acentuaba agradable con una pequeña orificaciòn en su boca. Yiya muriò cuando un mèdico del pueblo, el cual se dedicaba màs al conuco y a beber tragos que a ejercer la medicina de manera responsable, olvidò una gasa en el viente de la dama. Yiya cerrò sus ojos inmediatamente la liberaron de eso que llamaron ``cuerpo extraño`en una posterior operaciòn en una reconocida clìnica de Santo Domingo, donde tuvieron que llevarla de emergencia. Cuando se anunciò su deceso todo era silencio, hasta que, despuès de mucho esperar los tràmites reglamentarios del traslado del cuerpo, llegò la ambulancia al rancho. La vì llegar, incluso antes de que la sacaran del fúnebre y ominoso vehículo, delgada y dormida como una niña, parecía resignada, mientras Artemio se desgarraba de dolor y sus sollozos eran gritos que consternaron mi alma y el de toda la vecindad.
BARAHONA, MI PUEBLO AZUL:
Sueño con mi pueblo azul,
Santa Cruz de Barahona,
cuya simiente remonta
con un Duque de sus mares,
recibido en atabales
de lucha y de libertad,
gritando su realidad
desde sus montes y lomas.
Sueño con mi pueblo azul
dormido desde temprano,
centenarios sus bohìos
y sus ajuares de guano.
Mi alma camina en pena
por esas calles en cierne,
siento la ausencia del padre,
los míos,
y aquella novia perenne.
Sus casitas y barbacoas
se resisten a morir,
siento en mi sueño sufrir
las luchas de Guarocuya,
las canoas, las cachùas
y al mártir de Cayacoa.
Parecen dormir sus sueños
en ya lejanos horcones,
desechan los fríos balcones
y aquellos nichos de losas,
Falè Màtos, Apolinar,
Candelario De la Rosa.
Guarocuya, el ``Enriquillo``
a marcharse se resiste,
por eso en mi pueblo viste
galerías desvencijadas,
instituciones marcadas
por la inclemencia del tiempo,
Iglesia y ayuntamiento
doblan campanas heladas.
Al caminar por tus calles
no quisiera despertar,
en empeño de encontrar
la novia que ya no existe,
¡Oh pueblo triste...!
¿ Cómo ahora te moriste
con los cantos de sirena
cuando en noches, luna llena,
ese amor lo compartiste...?
Aquí en la postrimerìa,
recìbeme allá en tu seno,
haz para mi de estos sueños
un modo de libertad,
encuentra mi amor perdido
por toda la eternidad...
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