jueves, 3 de febrero de 2011

EL VIENTO SOPLA POR EL SUR PROFUNDO. NOSTALGIAS (2)

El misterioso sonido de la sirena de ambulancia nos avisa que Adriàn lleva otra cruz de su familia. Era de los pocos sobrevivientes de una distinguida estirpe provinciana, seria y laboriosa. El segundo en morir fue su padre Machocha Màtos, quien padeció mucho tiempo en su cama antes de marcharse para siempre. La última vez que lo vì con vida fue montado en su mula, cuando salìa a supervisar el riego de la caña. Dirigía su mirada a la ventana norte de nuestra casa buscando la carita de Mary, mi pequeña hermana, a quien el enfermo señor le prodigaba cariño: ``Mary``, ``Mary...``, saludaba, mientras se alejaba sonriente. La gente, las creencias populares, comentaban que el entierro de uno de los hijos de Machocha, muerto unos días antes, podría haber sido irregular, atravesado, ya que los rezos del cabeza de familia casi coinciden con los de su esposa Emma Fèliz, hermana de Clarita, la mujer de Pacuña. Ella era también hermana de Cigua y de Licila, esta última, era una de las esposas de Miguel Suero, alias ``Gracioso``, quien junto con ``Malego``, hacían el transporte desde Barahona hasta Vicente Noble, en unas guaguas con pisos de madera y unos cambios de transmisión cuyo rugir eran de lento despertar. Pues bien, doña Emma murió en la misma semana. Ella era una señora alta y de fuerte contextura, de buena presencia, y su aspecto delicado y actitudes correctas, delataban su clase. Su padre fue Etanislao Fèliz. La pareja procreó a los todavía hoy sobrevivientes Chechè, Lilliana y Nuris. La cadena de la muerte prosiguió con Isidro, supuestamente envenenado con algo que accidentalmente ingirió, luego Quica, Dany, Cuca y finalmente Adriàn, quien contemplaba con asombro una extinción inusitada. Las damas de la familia Màtos Fèliz eran hermosas, se fueron a destiempo, cuando apenas comenzaba a despuntar la primavera. Se las llevó el viento, esa brisa sureña que se burla del tiempo sin misericordia. La misma traspasa los límites fronterizos por los caminos de Neiba hasta Jimanì, allende, pasando por el río Soliete-Blanco, mitad haitiano, mitad dominicano, que como león durmiente se despierta de la siesta y junto con la lluvia incesante, después de largos años de sequía, se une al sonido misterioso de esas montañas, que nos hablan al través de sus cuevas y hendijas montunas, de improductividad, de ciguapas, de lugares salados, infestados de iguanas, culebras sabaneras y animales de la fábula que emiten su grito, pregonando tristeza, desolación y espanto...

Ese viento que se siente en las orillas inhóspitas de las estrechas carreteras de cruces y de ermitas, donde cayó América Màtos, cuando regresaba del mercado. Mujer trabajadora que vendía verduras y frutas en batea de hojalata. El transporte era escaso y rutinario. Mi madre se quejaba de que el cura de El Peñón ponía cara de satisfacción cuando recibía la ofrenda, pero que a nadie le hacía un favor cuando pasaba en su jeep rumbo al pueblo de Barahona, ``a mil``, sin mirar hacia los lados, para no ver mujeres recién paridas camino al cruce, a buscar ``máquina ``, es decir, un vehículo cualquiera que las encamine a un hospital del pueblo con un hijo grave. Ponía cara de satisfacción el sotanado, cuando en la celebración del día de Santa Lucía, los fieles, creyentes en los poderes milagrosos que esa virgen ``posee`` en la curación de la vista, ofrendaban profusamente por agradecimiento y acudían decenas de niños afectados de ``ceguera``, una patología endémica, hoy denominada conjuntivitis.

A la velocidad del jeep, la nube de polvo que se levantaba agravaba la situación y mataba las esperanzas... Tal coyuntura obligó a América a montarse en un camión que, al estacionarse incorrectamente en una curva, fue embestido por un ``gasolinero`` cuyo impacto disparó hacia la cuneta a la infortunada señora. Ese mismo viento, también relajó a ``Cabito``, el hijo de la vieja ``Lai``. Recuerdo que ella vendía huevos criollos. Se ponía la canasta en la cabeza mientras cargaba horquetado a su cintura al pequeño niño. La guagua de Gracioso la dejó en el cruce de Palo Alto, donde los vagones vacíos esperaban que la locomotora los retirara con destino a los pesajes cañeros. Al descender del vehículo, acomodó al infante en uno de los carruajes, provisionalmente, hasta recoger del suelo la mercancía, cotejarla mejor, y subirla a su cabeza. Lo hizo, y al volver la cara donde realmente había dejado a su vástago, se pudo dar cuenta lo distante que estaba debido al leve sonido de la bocina del tren que se alejaba. ¡``Ay mijo Cabito...!``, ¡``Ay mijo Cabito...!``, gritaba y corría desesperada la anciana burlada por la soledad y la llegada de la prima noche...

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