sábado, 5 de febrero de 2011

SABOR A CAÑA ( 3 de 9).

Adentrado ya en parte de mis raìces, retorno a los recuerdos felices de nuestra estadìa en aquella casa, los cuales contrastan negativamente con las condiciones de miseria e insalubridad de hoy. Pese a que las cosas no eran color de rosa para el trabajador cañero, sobre todo, para el contratista haitiano, como bien relata el doctor Ramòn Marrero Aristy, en su novela ``Over``, las condiciones de vida para el hombre trabajador eran aceptables en comparaciòn con el deterioro moral e institucional de nuestros dìas. Recuerdo que mi padre cercò el trasiego de la casa con alambres de púa, para alojar alguna vaca parida y las que debìan ser ordeñadas temprano en la mañana. Recuerdo con nostalgia cuando me levantaba en las madrugadas con el pretexto de ayudar y tomaba parte del ``apoyo`` del becerro. Tratando de aprender a ordeñar, salìa bañado en leche para disfrute de los trabajadores.

Al estar la casa montada en pilotes, pudimos improvisar rejones donde las gallinas ponìan huevos y se reproducìan. Apreciábamos mucho la crianza de aves, entre las que se contaban ademàs, patos, palomas, guineas. Mi padre llevaba a la casa chivos, puercos, hicoteas en estanque, etc., que hicieron de mi un veterinario empìrico, pues mi padre era hombre de sembrar y de criar, por lo que tambièn contaba con algunos caballos y mulos, aunque no tenìamos burros...

La presencia de tantos animales en la casa y los acostumbrados paseos por los cañaverales y conucos, no complacìan del todo el ìmpetu de unas energìas nuevas. Fue cuando le pedì a mi padre que me compre un burro, usando de pretexto ir montado a la escuela, la cual estaba a màs de dos kilòmetros de distancia. Sin embargo, mis hijos, que han tenido el privilegio de nacer  y crecer en la capital del paìs y de tener buen transporte camino a sus centros de estudios, en virtud, claro està, de las exigencias sociales del mundo de hoy, me doy cuenta, que no son màs felices que el suscrito en su tiempo, pues el consumismo y la incidencia de la moda, lo que crea es complejo y frustraciòn en la juventud actual.

Desde luego, la negativa de mi padre no se hizo esperar. Para èl, como buen provinciano, la escuela no estaba tan lejos. En todo caso me ofreciò un caballo, animal que aprendì a montar desde temprana edad. Pero mi padre no comprendìa mi actitud de ese momento. El caballo no me interesaba, pues ya lo conocìa, mientras probar como camina el burro conmigo encima complacerìa el capricho de un niño aventurero.

Inconsultamente, aprovechè que mi padre tenìa un ``convite`` (especie de fiesta o almuerzo que se celebra al final de la cosecha) en el conuco y me presentè donde un señor llamado ``Chepito``, dueño de un corral de burros. Le dije: ¿Còmo està usted don Chepito?, ``Bien mi hijo...`` ¿Què se te ofrece?, ``Le mandò a decir mi papà que le haga el favor de prestarle un burro...``, ¿Còmo...?, responde Chepito. ``Ven acà Rafael, ve a la bodega y còmprame una soga nueva para prestarle un burro a don Fermìn``. Mi carita se sonrojò , pues vì el caràcter serio que don Chepito le daba a la situaciòn, Los minutos que Rafael, hijo de Chepito, tardò en la bodega, para mi fueron una eternidad. Por fin llega la soga y Rafael, muy atento, la pone al cogote del animal y me pregunta: ¿Sabes montar?, respondièndole afirmativamente con mucha decisiòn pese a la timidez. Entonce, ¡Sube...!, Sì, pero...¡Ayùdame...!, le respondì. Y me cargò con la fuerza y agilidad debidas para dejarme sentado en el lomo del asno que, a la orden de ¡Arre...!, por poco me tumba antes de que me perdieran de vista.

Anduve en ``mi burro`` muchos cañaverales, disfrutando del ruido de los pàjaros y de los raudos hurones que atravesaban de un campo de caña a otro, de las regolas y sus compuertas y disfrutaba tambièn, pìcaramente, de las haitianitas que subidas en burros y mulos cargados, abiertas a ellos, me enseñaban sus brillantes muslos y unos pechos erectos al sol.

Tanta felicidad terminò, cuando avistè desde lejos a un hombre con semblanza de vaquero y vista de àguila. Un hombre diestro y sabueso que apurò el tropel de su caballo llamàndome: ¡`` Papito...``!, ``¡Señor...``!, le respondo. ¿Y ese burro...?, ``Me lo regalò don Chepito...``, contesto. ¿Ah sì...?, pues apure el paso y espèreme donde don Chepito``. Sentenciò.

Aclarado el caso, con la solemnidad de un tribunal, llegamos a la casa, donde recibì la pela màs aleccionadora de mi vida.

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