Sustraerse a ello es matar las esperanzas, los sueños, a los recuerdos de un sol que, como el de domingo, su amarillo se dibujaba como cortinas terciopeladas en las paredes de concreto de los patios aún dormidos, esos que resguardan casas pueblerinas, espabilados con el toque de campanas y la voz del silencio hecha carretas y herraduras; el aroma del café en colador de tela, a la usanza, se mezclaba con el sobrio perfume de sus trenzas brilladas de crema y dejadas caer en mejillas y espalda, mientras se reanimaba el poblado precedido por tacos femeninos urgidos, entre la coqueta y la cocina trasiega, la vuelta a la sala y al redondo espejo de adorno, hasta que el último peldaño de escalón que la pone en la calle, la confunde dentro de la procesión de hermosas de olimpo, hacia una felicidad existente entonces, que pasó desapercibida...
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