Se perdían las esperanzas cuando, ya camino a la casa, las navieras nos anunciaban la pronta llegada de los barcos azucareros, aquellos que hacían filas, y, por turno, entraban al ´´Chorro´´, unas instalaciones de antaño que, a través de cañerías, recibían del Ingenio el ´´oro dulce´´, esa azúcar parda, caliente aún, que se veía caer bella y cremosa en un depósito del cual era agitada por obreros del sindicato hacia el conducto del ´´Chorro´´, cayendo a granel en la cubierta del barco, donde decenas de obreros a bordo llenaban como máquinas humanas miles de sacos de cabuya y henequén en procesos interminables, pues cansados y con la pesadez de una noche con pisos y rincones húmedos de melaza y sudor, entre recostados y empalagados del dulce, percibían las luces intermitentes de las embarcaciones en esperas; ellas atormentaban su espíritu y no recordaban la quietud de la parte sana de la sociedad que no explota para importar ni para exportar.
Se crecía el ritual infernal cuando ya, en la luz del alba, se regodeaban los remolcadores como en cortejos de palomas y llevaban a los atracaderos a las naves de poses señoriales. Aturdidos despertaban de una realidad espantosa, nauseabundos, mientras en fila india esperaban pacientemente ser servidos del café en jarro que tempranito preparaba la morena, quien lo endulzaba con el polvo granulado y terroso, que recogía de las lonas azotadas por el viento...
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