Esa casa de ciudad, donde después de tanto recorrido que emulaba la obra titulada: LA IRA DE LAS UVAS, de la autoría de John Steinbeck, cuando en la recesión económica de los EE.UU. en 1929, una familia iba de mudanza en mudanza, porque los productores fueron expulsados de sus tierras y obligados a nuevas condiciones de explotación, no borró jamás las huellas de casonas del pasado, entre caminos angostos y piedras calizas, transportados en esos camiones de terror de la Industria Azucarera Dominicana, cuando no, todavía muy pueril, en grasientas máquinas militares con su peculiar verde olivo; jamás se olvidó lo provinciano, ya en la pre adolescencia e inmerso en ella.
Cuatro hermanos, que entre amor y pleitos terminaban abrazados por la solidaridad ante un sol que quemaba de más; del olor a los libros, bien usados y rayados para que se quedaran en nuestro intelecto; de la mesa grande de cedro con seis sillas de guano para disfrutar de los mejores manjares; de los tiempos, de la felicidad que sin darnos cuenta agotábamos.
Esa última casa de ciudad también dejó sus huellas; comenzó la taza a cuartearse hasta que se rompió y cada uno para su casa, como reza la parodia; muerto años antes papá, mamá tomó la nave que nunca zozobró, pues comenzaron los últimos amores, la llegada de los hijos, ahora los nietos; logros académicos, los avatares propios de la adultez, mientras lento voy abandonando ese lugar final que una vez nos juntó abrazados en la escalera interna del hábitat, cuando las ráfagas inmisericordes de David azotaron la isla y el agua empujada por los fuertes vientos bajaba estrepitosa y sin compasión por los peldaños.
Aguardó entonces, esa, nuestra última casa, a la anciana anegada impregnando con su perfume de amor cada rincón...
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