Si consultamos la obra ``Composiciòn Social Dominicana``, del ilustre escritor Juan Bosch y Gaviño, se distingue entre posiciòn econòmica social y clase social. La primera està asociada màs a lo polìtico que a los conceptos de institucionalidad misma. Y podrìa desprenderse, podemos decir, de manifestaciones maquiavelistas relacionadas con el poder, no importa como se emprende el camino, lo importante es llegar: ``El fin justifica los medios...``. Carlos Marx asocia lo econòmico con el poder polìtico, en su concepciòn del ``determinismo econòmico``, cuando expresa que, la polìtica, es el motor de la historia, en la medida en que su producto (econòmico) constituye la transformaciòn de una unidad o conglomerado social en sus estudios y fases.
La segunda, es decir, la clase social, llegò con los principios ancestrales del abolengo, de aquellos que corrieron como buenos y de alto valor intrìnseco en cada cordillera, lomas y llanos, en tiempos de los nòmadas y mutaciones obligadas de familias honorables, no importa la carencia de dinero, en busca de paz y mejores tierras, cuando los tiempos eran convulsos. La inteligencia y la categorìa no estaban medidas por los tìtulos acadèmicos, mucho menos nobiliarios, pues eramos tierras conquistadas y subyugadas por un gran tiempo por los personajes y personeros que sì los poseían.
No obstante la clase se antepone en la mayorìa de los hogares que fueron dando forma a la dominicanidad. Si bien es cierto que comenzaron a llegar las primeras familias de profesionales procedentes de Europa, sobre todo, cuando el paìs inicia obras como los ferrocarriles del cibao y ya se requerìa de puentes y habilitaciòn de puertos marìtimos para la exportaciòn parcializada que nos dominaba, asì como la demanda de ingenieros, tanto para la construcciòn como para la industria azucarera que inician los Estados Unidos en su intervenciòn militar de 1916, no menos cierto es que nuestros patriotas, muchos de los cuales se forjaron con la educaciòn de hogar por su clase, eran autènticos autodidactas, como Gregorio Luperòn, escritor dentro de lo que cabe, Ulises Hilariòn Hereaux Lebert (Lilìs), algo literato, de letra caligràfica, polìglota; Màximo Gòmez Bàez, filòsofo de corte humanista, sobrio y pulcro, con apenas el brillo de las primeras enseñanzas de parte de un pàrroco provinciano. En tiempos de paz, dedicaba el machete y la haza en su finca ``La Reforma``, entre Montecristy y Las Lagunas, Santiago.
Nuestros primeros gobernantes, unos ricos, otros no, se debatieron entre la intelectualidad y el hato, como Buenaventura Bàez Mèndez, educado en Francia, pero que no supera los niveles de institucionalidad y progreso que pudo sostener escasamente el vaquero Pedro Santana y Familia. Los màs avesados en la ciencia, de un lado, no tuvieron quizás las oportunidades de alcanzar el poder en un momento dado, o por el contrario estaban carentes del arrojo que demanda una naciòn cuando requiere de un Estado que señale el orden y las jerarquìas. La historia reseña como el general liniero Demetrio Rodrìguez, a quien su padre don Bernardo le ofreciò pagarle en oro lo que pesase en libras con el fin de que deje la guerra, hiciera caso omiso a su progenitor, un hombre muy rico de la lìnea noroeste. En tiempos de calma, tanto Rodrìguez, como Horacio Vàsquez, Juan Isidro Jimènez Pereyra, volvìan a la labranza, en persona, junto con los labradores, calificativo general del dominicano de antaño, no importa el abolengo, club de alta sociedad y estirpe o supuestos tìtulos heredados.
Una mìnima parte de la clase pensante dominicana, decapitada la dictadura de Trujillo, pudo lograr un tìtulo universitario. Pues se pensaba en el profesionalismo como un producto importado, y en el machete envainado y llevado en la cintura como el afàn hecho costumbre de hacer trillos y seguir forjando una repùblica que aùn estaba incipiente. No era por pobreza o riqueza. Muchos pobres en nuestros campos se levantaron al profesionalismo, como nueva forma de vida, muy buenos y excelentes profesionales, sin dejar sus raìces y su buena formaciòn de hogar. Otros, considerados ricos o acomodados, dentro de este contexto, se quedaron rezagados. Màs, debemos destacar que, en ambos casos, se toma en cuenta la vocaciòn. No todos debemos ser ingenieros, abogados, mèdicos, sacerdotes, asumir el tenientìsmo y el coronelismo que esboza Jacques Lambert, en su obra ``Amèrica Latina``, sino que necesitamos soldados y buenos caporales, sacerdotes del alma y no inquisidores, el apostolado y el servicio a la Patria y a la sociedad como ética ciudadana, a la mujer como estandarte, tanto la que supera la rutina hogareña como aquella que florece con su presencia el confort de la humilde casa, del campesino, agricultor o labrador, del criador que, con la protecciòn de un Estado fuerte vea protegido su sudor y su esfuerzo en aras del cumplimiento del rol que debe jugar cada ciudadano en sentido general.
Dentro de ese mismo tenor, influyen las raìces familiares, henchidas de buenas costumbres y leyes consuetudinarias de valor intrìnseco a las que ningùn Estado ha podido soslayar.
La segunda, es decir, la clase social, llegò con los principios ancestrales del abolengo, de aquellos que corrieron como buenos y de alto valor intrìnseco en cada cordillera, lomas y llanos, en tiempos de los nòmadas y mutaciones obligadas de familias honorables, no importa la carencia de dinero, en busca de paz y mejores tierras, cuando los tiempos eran convulsos. La inteligencia y la categorìa no estaban medidas por los tìtulos acadèmicos, mucho menos nobiliarios, pues eramos tierras conquistadas y subyugadas por un gran tiempo por los personajes y personeros que sì los poseían.
No obstante la clase se antepone en la mayorìa de los hogares que fueron dando forma a la dominicanidad. Si bien es cierto que comenzaron a llegar las primeras familias de profesionales procedentes de Europa, sobre todo, cuando el paìs inicia obras como los ferrocarriles del cibao y ya se requerìa de puentes y habilitaciòn de puertos marìtimos para la exportaciòn parcializada que nos dominaba, asì como la demanda de ingenieros, tanto para la construcciòn como para la industria azucarera que inician los Estados Unidos en su intervenciòn militar de 1916, no menos cierto es que nuestros patriotas, muchos de los cuales se forjaron con la educaciòn de hogar por su clase, eran autènticos autodidactas, como Gregorio Luperòn, escritor dentro de lo que cabe, Ulises Hilariòn Hereaux Lebert (Lilìs), algo literato, de letra caligràfica, polìglota; Màximo Gòmez Bàez, filòsofo de corte humanista, sobrio y pulcro, con apenas el brillo de las primeras enseñanzas de parte de un pàrroco provinciano. En tiempos de paz, dedicaba el machete y la haza en su finca ``La Reforma``, entre Montecristy y Las Lagunas, Santiago.
Nuestros primeros gobernantes, unos ricos, otros no, se debatieron entre la intelectualidad y el hato, como Buenaventura Bàez Mèndez, educado en Francia, pero que no supera los niveles de institucionalidad y progreso que pudo sostener escasamente el vaquero Pedro Santana y Familia. Los màs avesados en la ciencia, de un lado, no tuvieron quizás las oportunidades de alcanzar el poder en un momento dado, o por el contrario estaban carentes del arrojo que demanda una naciòn cuando requiere de un Estado que señale el orden y las jerarquìas. La historia reseña como el general liniero Demetrio Rodrìguez, a quien su padre don Bernardo le ofreciò pagarle en oro lo que pesase en libras con el fin de que deje la guerra, hiciera caso omiso a su progenitor, un hombre muy rico de la lìnea noroeste. En tiempos de calma, tanto Rodrìguez, como Horacio Vàsquez, Juan Isidro Jimènez Pereyra, volvìan a la labranza, en persona, junto con los labradores, calificativo general del dominicano de antaño, no importa el abolengo, club de alta sociedad y estirpe o supuestos tìtulos heredados.
Una mìnima parte de la clase pensante dominicana, decapitada la dictadura de Trujillo, pudo lograr un tìtulo universitario. Pues se pensaba en el profesionalismo como un producto importado, y en el machete envainado y llevado en la cintura como el afàn hecho costumbre de hacer trillos y seguir forjando una repùblica que aùn estaba incipiente. No era por pobreza o riqueza. Muchos pobres en nuestros campos se levantaron al profesionalismo, como nueva forma de vida, muy buenos y excelentes profesionales, sin dejar sus raìces y su buena formaciòn de hogar. Otros, considerados ricos o acomodados, dentro de este contexto, se quedaron rezagados. Màs, debemos destacar que, en ambos casos, se toma en cuenta la vocaciòn. No todos debemos ser ingenieros, abogados, mèdicos, sacerdotes, asumir el tenientìsmo y el coronelismo que esboza Jacques Lambert, en su obra ``Amèrica Latina``, sino que necesitamos soldados y buenos caporales, sacerdotes del alma y no inquisidores, el apostolado y el servicio a la Patria y a la sociedad como ética ciudadana, a la mujer como estandarte, tanto la que supera la rutina hogareña como aquella que florece con su presencia el confort de la humilde casa, del campesino, agricultor o labrador, del criador que, con la protecciòn de un Estado fuerte vea protegido su sudor y su esfuerzo en aras del cumplimiento del rol que debe jugar cada ciudadano en sentido general.
Dentro de ese mismo tenor, influyen las raìces familiares, henchidas de buenas costumbres y leyes consuetudinarias de valor intrìnseco a las que ningùn Estado ha podido soslayar.
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