Difícilmente llovía ese día, la iglesia Cristo Rey, de la parte alta del pueblo, iba siendo ocupada en la medida en que la resonancia de las campanas llegaba hasta los confines del monte, allá, donde mi maestra Josefita Matos Nin departía con devoción y amor el pan de la enseñanza; los parroquianos de todos los estratos se confundían entre el ritual católico, se persignaban, denotando noblezas de valores intrínsecos, quizás o sin quizás de la ignorancia impuesta por el dogma; y asì doblaban las campanas románticas de la iglesia Santa Cruz de Barahona, adornadas de la idiosincrasia provinciana de damas recatadas, jóvenes morenas y blancas que emulaban a Marìa, con mantillas y paños en la cabeza, ojos que miraban tímidos, encantos femeninos primaverales, y, en su repicar, eran estorbadas las campanas por las improntas obreras, el yeso, la sal, el ayuntamiento, el puerto; era otro el sonido, como el que se sentía ya al discurrir de la noche, en aquella madrugada perseguidora del lunes; la serenata, la romería y la resaca de la murga que escandalizaba y reìa...
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