Se ha dicho hasta el cansancio que la familia es la primera instituciòn, pues cada una de ellas, es la base y representanciòn de la esencia de la sociedad. En sus inicios, comienza por el esposo y la esposa, por el enlace sentimental de la mujer y el hombre. La mujer, como mandan las Sagradas Escrituras, debe ser virtuosa y habilitadora de su hogar. (hasta ahì de acuerdo, pues no comparto la interpretaciòn machistas de nuestro abuelo el Còdigo Civil Romano , asimilado por nuestro padre el Còdigo Civil Francès o Napoleònico). El hombre, cuando asimila de manera positiva tales conceptos, debe crear los pilares de protecciòn de esa uniòn, la que en breve tiempo, traerà los hijos, tan amados y deseados, que son mucho màs que la conjugación consanguìnea acompañada de amor.
Pero, podría ser grande el amor y convertirse en copa muy fina en manos resbaladizas. Y ¿què pasa cuando de forma unilateral ese amor declina...?. Comienza a vivirse un infierno que viene dando al traste con la inestabilidad de los cónyuges, y, peor aún, es como si esas dos grandes pendientes de un árbol genealògico dejan de emitir sus sabias, los azúcares que alimentan los tallos, cuyos filamentos y estambres, como si se tratase de tejidos, sus anteras dejan de fluir el polen, y los frutos, que son los hijos, comienzan a marchitarse. Si la pareja no opta por sacrificar caprichos y orgullos, aquellos no podrían florecer.
¡¿Què no daría por dejar de lado tanta ofensa y dolor, tanto orgullo infructuoso, perdonar y que me perdonen...?, para ver mis hijos sonreír con naturalidad, para curar de golpe y porrazo sus improntas emocionales llenando de néctares y vitaminas ese árbol de la vida, la familia, mis hijos del alma, mis nietos, el que tengo y los que estàn por llegar, porque, al fin y al cabo, ¿quièn es el hombre sin familia que amar, dentro de estas sociedades carentes de apoyo emocional?
Podríamos separarnos de la pareja, pues obviamente, no hay fuerza terrenal, solo divina, que mande en los sentimientos, en el despecho y las heridas del corazòn... pero, podemos mantener la familia, trunca que fuere, reforzando cada día la uniòn, el amor, la solidaridad. Unirnos en el dolor, en la alegría, pero sobre todo, fortalecernos espiritualmente.
¡Los amo hijos...!.
Pero, podría ser grande el amor y convertirse en copa muy fina en manos resbaladizas. Y ¿què pasa cuando de forma unilateral ese amor declina...?. Comienza a vivirse un infierno que viene dando al traste con la inestabilidad de los cónyuges, y, peor aún, es como si esas dos grandes pendientes de un árbol genealògico dejan de emitir sus sabias, los azúcares que alimentan los tallos, cuyos filamentos y estambres, como si se tratase de tejidos, sus anteras dejan de fluir el polen, y los frutos, que son los hijos, comienzan a marchitarse. Si la pareja no opta por sacrificar caprichos y orgullos, aquellos no podrían florecer.
¡¿Què no daría por dejar de lado tanta ofensa y dolor, tanto orgullo infructuoso, perdonar y que me perdonen...?, para ver mis hijos sonreír con naturalidad, para curar de golpe y porrazo sus improntas emocionales llenando de néctares y vitaminas ese árbol de la vida, la familia, mis hijos del alma, mis nietos, el que tengo y los que estàn por llegar, porque, al fin y al cabo, ¿quièn es el hombre sin familia que amar, dentro de estas sociedades carentes de apoyo emocional?
Podríamos separarnos de la pareja, pues obviamente, no hay fuerza terrenal, solo divina, que mande en los sentimientos, en el despecho y las heridas del corazòn... pero, podemos mantener la familia, trunca que fuere, reforzando cada día la uniòn, el amor, la solidaridad. Unirnos en el dolor, en la alegría, pero sobre todo, fortalecernos espiritualmente.
¡Los amo hijos...!.
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