Juan Cancio Valiente sentía patinar las gomas del viejo auto asignado por la compañía a la cual servía como jefe de seguridad. Buscaba en sus recuerdos en cuál de las entradas siniestras había dejado a la mulata alrededor de las cuatro de la madrugada. No se concentraba debido a la sinuosidad del lodo, el hedor nauseabundo del mercado, donde parecía ser el último lugar del mundo en que defecó el diablo. Las improntas soeces de los mercaderes lo hicieron salir de quicio y optó por irse a su oficina. ¿Para qué quería verla otra vez...?. Estaba bebido esa noche en que la usó sexualmente, apenas conocerla físicamente, no le pudo conocer el alma jamás; sólo recordaba la fresca sonrisa de una mujer mulata tirando a negra, que pronto abandonaba la adolescencia y con ella la inocencia que nunca conoció al llegar a un mundo de aguas sucias, sexo y más. Valiente, recién llegado a un mundo de aparente madurez, quería estar convencido de que esa mariposa de la luz en las noches, no le haya contagiado del virus del siglo. No fue necesario buscarla. Ella lo sorprendió en su oficina con la misma habilidad de Eva con Adán. A Valiente nadie lo sorprendía, claro está, sin su autorización, màs, él estaba interesado en conocer de cerca la causante de ese desatino.
Recordó que aquella tarde, luego convertida en noche letal, ella fue quien le abordó, mientras se escuchaba rumbosa a Celia Cruz entonando a Pinar del Río, allá, en ``La Vieja Habana``, donde se confundía el Son con el olor a ``Palo Viejo``, ``conuco nuevo`` y chicharrón: ¡``Hola...``!, ¿Qué hora es...?, pregunta ella. ``Son las cinco P. M.. ¿Dónde van ustedes...?, sigue preguntando. ``Hacia Santo Domingo, y tù...?. Y ella, abriendo su pequeña boca de gruesos labios y saludables dientes, contesta entre sonrisa: ¡``Yo busco ambiente...``!, ¿Cómo...?, ¡``Yo busco ambiente...``!, replicó.
Quienes acompañaban a Valiente eran hombres entrados en edad. Ella subió detrás, le tocó asiento con el màs viejo, mientras que Valiente al volante, deslizaba su mano derecha en las rodillas de la desconocida. Ella, entre veces le retenía la mano, buscando en aquel hombre de la vida alguna pista, como lo hacen las pitonisas cuando leen su palma, notando en él al oficinista, al intelectual, que se hacía el guapo sin conocer los rigores de la pala y el machete. Esas fueron sus excusas, cuando en ese segundo encuentro él le manifestaba su preocupación ante una cohabitación sexual improvisada e intempestiva. ``Se que lo hice mal...``, dice ella. ``Pero... no te preocupes... estoy sana``. Él le responde: ¡``Ah si...?, ¿Y yo... no te preocupo?. ``No, para nada``, responde ella. ¿``Por qué tù sientes seguridad de mi persona...?, le insiste él. ``Solo hay que ver lo hidratadas y bellas que son tus manos...``. ¡Acaba Eva de convencer a Adán...!. ¡``Vete... ahora``!, casi le grita Valiente, quien auguraba que estaba comenzando a nadar en aguas turbias, aunque claras arriba, como la de los ``Tres Ojos``, pero en el fondo sucias y contaminadas como ``La Zurza``.
El olor al lodo fétido del mercado comenzó a convertir en tormento la vida de Juan Cancio Valiente. Era hombre de la vida, pero formalista. Adoraba a sus hijos, y, aunque con su esposa sus relaciones fueron entre veces incómodas, nunca quiso perderle. Sabía que no tenerla, significaría medio perder sus hijos, la estabilidad de su trabajo y acogerse a mucha carga emocional. Valiente era hogareño, muchas veces, o en su mayoría, sus fiestas eran hogareñas, con los amigos ``selectos``, el chivo, el aguardiente, el merengue de acordeón, tambora y güira y el son montuno cubano...
Factores ajenos en su matrimonio que nunca tuvieron que ver con la mulata, marchitaron su relación de muchos años con la mujer que eligió para proseguir su estirpe. Se sentía orgulloso del linaje de esos Valiente que llegaron de Portugal alrededor de 1800 y mantuvieron el misterio de los genes. Valiente era vertical, le preocupaba que en sus escapadas, cuando el hogar ya no era agradable, no era acogedor, no estaba habilitado por la mujer virtuosa de que habla la biblia, etcétera, podría encontrarse por las zonas del mercado y Villas Agrícolas con delincuentes furtivos que ya habían pasado por sus manos de oficinista, aunque hechas de hierro en guantes de seda. Las entradas de los residentes de la Zurza parecían madrigueras y escondrijos de ratas. Valiente, empero, se acostumbró ver salir a prisa ladronzuelos huyendo con prendas entre las manos, una y otras veces. Él sabía que el tigueraje lo conocía. De lejos distinguía al ``descuidísta`` y también al ``piadoso``. El primero, histriónico, hace una parafernalia que entretiene a su víctima cuando ésta se queda impávida observando un supuesto incidente, entonces el ``descuidista`` aprovecha y le roba. El ``piadoso``, en cambio, estafa su víctima vendiéndole algo artificial, falsificado, como legítimo. La víctima se da cuenta cuando el ladrón ya ha doblado la esquina. Él no temía. Estaba consciente de que ``Cría Fama y Acuéstate a Dormir`` daba excelentes resultados en la vida. Reconocía en el delincuente una parte humanista, aunque profunda, que hacían de él alguien comprensible y domable. Se dio cuenta también de que el delincuente antisocial es demasiado inteligente, que conoce las bajas y las altas pasiones. Que conoce, además, las partes débiles y alcahuetes de un hombre con fama en su quehacer de combatir la delincuencia. Valiente se conocía. Admitía que la posición de caporal perro de presa le había llegado de manera circunstancial. Entonces actuaba y le quedaba bien. En el fondo, era màs un artista que un oficial con ínfulas y cara de perdona vidas. Pero cumplía a cabalidad con su rol, era además honesto y vertical. Se le escuchó decir por màs de una ocasión: ``Si me hubiesen designado Gerente de Relaciones Públicas de la empresa, mi pose sería otra y lo haría muy bien. Estoy seguro...``.
Ya el hedor a lodo lo sentía menos, mientras se introducía por los laberintos de La zurza tras los delincuentes de la empresa, previa investigación. Las pesquisas traían consigo la satisfacción del deber cumplido y las lascivias espontáneas de rincones, de ron y sexo: ¡``Comando...``!, le dijo un tíguere... ¡``Utè no e hombre de eto pedazo, yo lo conoco..., yo se que ute no e malo...``!, ¡``Váyase``!, mientras el mulataje brillaba en las hembras, las que entonaban con ``Los Virtuosos``: ``Te quiero/ Morena/ Como se quiere a la gloria/ Como se quiere al dinero.../ Me muero/ Marola/ Te quiero.../ Por tu boquita de rosa.../ Por tu reír salamero.../ Por los ojos de tu cara.../ Ole y olé..``.
El sonido le traía el recuerdo de la mulata y sus improntas sexuales. Iniciada a destiempo en esos gajes, producto de su entorno social y una paternidad irresponsable arrastrada por una cultura de baja estofa. Su madre era blanca, gorda y hermosa. Su hermana mulata, como ella, gorda y bien torneada. Reflejaban ellas, una especie de emulación a las pinturas de Botero, donde se mezcla la abundancia con lo bello. Aquí había un contraste, y era el padre, un viejo platanero del mercado que, aunque negro y de ascendencia haitiana, era fino de nariz. Era un ser de cultura conformista, hacinado y confinado en una casita situada en un laberinto que nos llevaba hasta un hoyo, caminando y saltando grandes peldaños improvisados, hasta llegar a la ribera de La Zurza.
La mulata nunca quiso que Valiente conociera ese lugar, durante el tiempo de relaciones furtivas y casuales que para él y para ella, quizás, nunca tuvieron la intención de ir màs allá de una atracción maldita, alimentada por la lujuria del bajo mundo, el embrujo, la hechicería de esa morena que renegaba de su hábitat, pero que invocaba sus raíces con brebajes en procura de amor carnal, que acompañaba de caprichos y egoísmo... Nada de eso detenía el curso normal de la vida de un hombre que, como Valiente, no creía en nada ilógico y superficial. En su niñez él había vivido ese mundo esotérico de la cultura haitiana cuando su padre laboraba en la industria azucarera y, aunque fue testigo de cosas inauditas, solo quedò impregnado del encanto de las negras y sus movimientos de cintura en su accionar obscurantista.
Aunque en principio la mulata no tenía en sus planes que un hombre como Valiente podría quedarse en su vida de manera definitiva, pues de seguro ella siguió sus andanzas de mariposa de luz en esas oscuras noches, la costumbre de aposento y sexo le fue imponiendo a la hembra un placer distinto. Era otra fragancia, un hombre muy diferente a la jauría que siempre procuró su encanto de mujer de la sabana... Por eso persiguió a este hombre en las tabernas, donde su oído de culebra en asecho percibía la música habanera de Villas Agrícolas, Villa Mella y Villa Consuelo. Lo acosaba hasta en su trabajo y medraba, incidía en sus delicadas funciones, aprovechando, quizás, conocerle su estirpe de caballero. Alborotaba los corrillos de la membresía, la vigilancia, cuando se cuestionaba el contraste de un hombre aparentemente singular con una cotidianidad tan banal...
A tiempo, aunque con los pesados estragos sobre sus hombros, logró Valiente despojarse de esa agridulce relación. Era necesario tener valor frente a los acosos de esas bajas pasiones. Era mujer de placer y muerte a la vez, que llevaba en su mirada la vocación oscura de la magia negra, de hurgar lo recóndito del misterio; tormentosa, de diabólica sonrisa, aunque encantadora de serpientes. Era màs mujer que madre; alumbradora de hijos de dudosas paternidades, especie de Satanás tumbándole el pulso a Dios en las santerías de un Anticristo...
Valiente acrecentó su fe en el Dios verdadero, al que llama Jesús, para èl, Cristo es un título del Clero Católico, y, entre los salmos 23 y 91, no sin antes leer en voz alta la oración a ``La Santa Camisa`` y otras tantas improntas de las creencias populares espiritistas, alejó las malas corrientes e influencias que medraban en su alcoba durante las noches; a los fétidos olores que se sienten cuando prenden luces de maldad, incluyendo ese espectro sexual femenino que se acostaba en su cama, empujaba su esposa; ella lo sentía, mientras acariciaba a Valiente sin causarle miedo, porque se imponía y lo acostumbraba a ver, y no precisamente en éxtasis , el modo operativo y hasta placentero de una relación en tempestad, donde nunca se llamó al diablo, pero él llegó.
Fue un desprendimiento muy amargo, pero de frutos bien dulces. Al despedirla, ella murmuró palabras incoherentes, mientras se le perdía la mirada; su cuerpo dispensaba misterio. Joven aún, sus carnes se aflojaron, ya no brillaba su piel ni sus ojos que comenzaron a dejar caer sus palpados. Se alejó màs vencida que vencedora, con torpeza, con cansancio, como si admitiera una vejez prematura, secular, tal si fuera enviada de otros tiempos, perdida en el espacio... ¿Piensas matarme...?, le preguntó a Valiente. ``No...``, le contestó. ¡``No soy un asesino...``!, ``Solo te pido que esta vez te alejes para siempre...``. Acotò. Mientras la observó perderse en la calle sin rumbo, tropezando como si peleara con la muerte que buscaba nuevas víctimas en su ominosa fantasía. Él quedò sentado en la sala de su casa de soltero, pasando revista a cada momento, a cada detalle... se sentía diferente, descansado, al lograr encontrar la brecha de salida de una situación infernal, aunque admite sentir las laceraciones de un viaje infinito; mas, ahí lo veo que va, herido, Juan Cancio Valiente, dándole frente a la vida, camina y camina...