Hoy lo veo como ``un buen muchacho``, pues supero ya en diez años la edad en que muriò hace cuarenta. Era comùn mi padre. Me convencì. Màs, no era del montòn. No era el hombre mediocre que describe Josè Ingenieros, en su obra ``El Hombre Mediocre``. Mi capacidad de discernir lo señalan como el hombre lìder dentro de un entorno cotidiano. Son los pasos a seguir y que seguì, que me llenan de seguridad y orgullo. Cuando niño, con solo mirar un bolsillo de su filoso pantalòn, imaginaba el botìn que satisfizo mis inocentes caprichos y el de toda la humanidad que le rodeaba y acompañaba haciendo trillos en la comunidad del trabajo honrado. Cada hombre nace de un molde diferente, pero siempre existe un paradigma, ese es mi padre, a quien considerè inmortal dentro de su atuendo de caquis, botas de cuero, sombrero de fieltro y espuelas para montar. Era, sin duda, un hombre singular. Su temple calmado, callado y frìo, delataba su misterio en aquellos predios salados. No eran sus lares, pero supo sacar el dulce a la tierra amarga de las baya hondas y los guayacanes.
Hablaba con la mirada. A veces era difìcil llegar a su intimidad, pero su abrazo aùn me aprieta, siento su olor peculiar. Trabajador incansable, como el cibao. Naciò en Santiago de los Caballeros y su intempestiva muerte no le permitiò aguardar el futuro que merecìa. Su ascendencia le prohibìa menoscabar su honor y el valor intrìnseco de los Gòmez, aunque ligara su sangre sin mirar estirpes, pues para las mujeres no tenìa ojerizas. Ponderaba como ``virgen`` y buena la tierra de ese Sur profundo y sus hombres laboriosos, aunque marcaba excepciones entre los que ancestralmente tenìan por costumbre dormir siestas. Lo recuerdo ecuestre, respetado. Admirado por unos y envidiado por otros que recelaban su apariencia forastera. Un forastero que dio càtedras sobre la tècnica de hacer parir la tierra. Pero... era comùn mi padre. Al morir, la ciudad siguiò corriendo, el panadero a su hora pregonaba el ``pan de huevos`` que tanto le reprochò el extinto. Incrèdulo, veìa como en capilla ardiente, no se detenìa el bullicio de los niños arrastrando aros de bicicletas con improvisados ganchos, para disfrutar la copiosa lluvia que imprudentemente caìa. Los buhoneros aprovechaban la muchedumbre para ofrecer sus ventas, mientras los menos solemnes, aunque a discreciòn, hacìan partidas de dominò. No existìa las funerarias en mi pueblo, la sala de cada casa era el escenario oprobioso de una cultura de duelo milenaria. Como si se tratase de la simple hoja que a medio madurar se precipita y deja el frondoso àrbol, se fue mi padre aquella mañana primaveral. Recuerdo que al velorio seguìan llegando las noticias del batey, la quema de la caña de parte de desaprensivos polìticos de oposiciòn, la planificaciòn del corte y la limpieza en las zonas desbastadas. ¡``Todo està controlado...``!. ``Ya Adolfo Boyer, Antonio Segura, Jesùs De la Rosa, Julio Pèrez Ache y ``Chichì`` Matos, salieron con brigadas de hombres a poner el orden.
Llega el crepùsculo, era sábado. El muriò temprano ese dìa en que sueño, que en la calle general Cabral esquina Jaime Mota, donde existiò una fàbrica de ataùdes, comprè uno muy grande y pesado. Lo llevaba en el hombro y me tambaleaba al subir una cuesta, con mucho esfuerzo, hasta llegar a la casa y dejarlo caer en medio de la sala. El ruido dentro del sueño, que produjo su caìda, coincidiò con los severos toques a la puerta, a donde acudì junto a mi madre, apresurados y temerosos ante las miradas de dos trabajadores que tenìan caras de aves de mal agüero... Todos descansaban entonces, aguardando la puesta del alba el domingo, para un entierro precedido, de una parte, de una insistente llovizana, cuyo rocìo madrugador pretendiò apurar los cirios del cajòn de cedro que contienen los restos del finado caballero, y, de otra parte, por la molienda, que debido a la demanda en el consumo y en la exportaciòn de azùcar, llevaba a efecto el ingenio. Era comùn mi padre.
Hablaba con la mirada. A veces era difìcil llegar a su intimidad, pero su abrazo aùn me aprieta, siento su olor peculiar. Trabajador incansable, como el cibao. Naciò en Santiago de los Caballeros y su intempestiva muerte no le permitiò aguardar el futuro que merecìa. Su ascendencia le prohibìa menoscabar su honor y el valor intrìnseco de los Gòmez, aunque ligara su sangre sin mirar estirpes, pues para las mujeres no tenìa ojerizas. Ponderaba como ``virgen`` y buena la tierra de ese Sur profundo y sus hombres laboriosos, aunque marcaba excepciones entre los que ancestralmente tenìan por costumbre dormir siestas. Lo recuerdo ecuestre, respetado. Admirado por unos y envidiado por otros que recelaban su apariencia forastera. Un forastero que dio càtedras sobre la tècnica de hacer parir la tierra. Pero... era comùn mi padre. Al morir, la ciudad siguiò corriendo, el panadero a su hora pregonaba el ``pan de huevos`` que tanto le reprochò el extinto. Incrèdulo, veìa como en capilla ardiente, no se detenìa el bullicio de los niños arrastrando aros de bicicletas con improvisados ganchos, para disfrutar la copiosa lluvia que imprudentemente caìa. Los buhoneros aprovechaban la muchedumbre para ofrecer sus ventas, mientras los menos solemnes, aunque a discreciòn, hacìan partidas de dominò. No existìa las funerarias en mi pueblo, la sala de cada casa era el escenario oprobioso de una cultura de duelo milenaria. Como si se tratase de la simple hoja que a medio madurar se precipita y deja el frondoso àrbol, se fue mi padre aquella mañana primaveral. Recuerdo que al velorio seguìan llegando las noticias del batey, la quema de la caña de parte de desaprensivos polìticos de oposiciòn, la planificaciòn del corte y la limpieza en las zonas desbastadas. ¡``Todo està controlado...``!. ``Ya Adolfo Boyer, Antonio Segura, Jesùs De la Rosa, Julio Pèrez Ache y ``Chichì`` Matos, salieron con brigadas de hombres a poner el orden.
Llega el crepùsculo, era sábado. El muriò temprano ese dìa en que sueño, que en la calle general Cabral esquina Jaime Mota, donde existiò una fàbrica de ataùdes, comprè uno muy grande y pesado. Lo llevaba en el hombro y me tambaleaba al subir una cuesta, con mucho esfuerzo, hasta llegar a la casa y dejarlo caer en medio de la sala. El ruido dentro del sueño, que produjo su caìda, coincidiò con los severos toques a la puerta, a donde acudì junto a mi madre, apresurados y temerosos ante las miradas de dos trabajadores que tenìan caras de aves de mal agüero... Todos descansaban entonces, aguardando la puesta del alba el domingo, para un entierro precedido, de una parte, de una insistente llovizana, cuyo rocìo madrugador pretendiò apurar los cirios del cajòn de cedro que contienen los restos del finado caballero, y, de otra parte, por la molienda, que debido a la demanda en el consumo y en la exportaciòn de azùcar, llevaba a efecto el ingenio. Era comùn mi padre.
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