´´Dos cosas yo haré contigo que tú conmigo no harás, serte fiel hasta la muerte y no olvidarte jamás´´, escribieron sus bellas manos en un inusual papel. Eran papeles tiernos que se suscitaban a cualquier hora del día mediante improvisados correos. Todo era blanco y negro, papel de funda parda y de estraza; tiempo de ausencia tecnológica y amores virtuales. A veces llegaban con ella en persona, quien abandonaba la clase para refugiarse en mis brazos y disfrutar dos horas de libertad y felicidad. Ataviada de crema y un tanto exhausta, la hermosa colegiala me brindaba su tempranera fragancia que aún no olvida mi insistente olfato. ´´Pueblo chiquito, infierno grande´´; amor contra los odios, la envidia, los apellidos y luego la implacable distancia del que se muda a la capital y deja como imágenes la simiente de su vivir; amor de lejos entonces, platónico, provinciano, de siniestro, a veces, ante la impotencia de no alcanzarla con los latidos perennes; de encanto, cuando esa renegada se convertía en la panacea que cicatrizaba las heridas de la interminable carretera, entre decenas de cartas, perfumadas, sus lindas letras de mujer de un jeroglífico tan suyo; con su inesperada presencia como si regresara del lejano oriente, para apuntalar ese primer amor que luego representó la base de posteriores aventuras que son empujadas por los caminos de la vida, el goce y el sueño de lo imaginario e irreal, pues lo sublime y real no se repite...