Noto que el problema haitiano, por razones obvias reflejado más en nuestro país, traerá alejamiento y hasta enemistad entre hermanos dominicanos que, por desconocimiento de la historia, se sienten aludidos por el color de su piel o porque, real y efectivamente, son dominicanos que se ganaron con trabajo y sudor lo que en tiempos de la Industria Azucarera le dio brillo y esplendor soberano a esta nación dominicana.
¡Los apoyo!, pero no es asunto de color o raza. En mi árbol genealógico tengo ancestros negros, cerca, no en sexta generación ascendente, y no me avergüenzo, todo lo contrario, pienso que el África es la tierra donde se conjugan todas las pinceladas y estructuras humanas.
La cuestión es que esa clase inmigrante de hace más de doscientos años, nace sin identidad, allá, en Haití; subyugados por su propia sangre a partir de su independencia con los franceses. Esos grandes adalides, foete en manos, hicieron cargar en sus hombros y espaldas las enormes piedras de sus palacetes de imperio y reinado negros. ´´Al primero de los blancos, del primero de los negros´´, le escribe Toussaint Louverture al emperador Napoleón Bonaparte, de quien recibió como respuesta el confinamiento en una cárcel.
Hoy, esa clase flagelada de antaño es la que sigue colándose por las partes porosas de la frontera, mientras Francia, Canadá, y sobre todo, Estados Unidos, cabildean la unión doméstica de la isla; no precisamente la fusión estatal, aprovechando coyunturas de debilidad institucional de este lado, y evitando, como dijese Balaguer en su libro ´´La Isla al Revés´´, la hecatombe demográfica de un gen promiscuo y hacinado, sin identidad desde allá, su lar nativo, con capacidad de proliferación a ultranza.
¡Denle nombres y apellidos a sus hijos allá, y manténganlos allá!...